ANA ORANTES: Las cosas bonitas de una madre que supo arrancar alegría al calvario
A escondidas, llevaba a sus hijos a comer churros y les regalaba Play Mobil, rememora su hija Raquel. Conoció la nieve y el mar poco antes de ser asesinada.
Cuando el hombre que la sometía a golpes no estaba, Ana Orantes podía dejar salir su personalidad natural. Tarareaba canciones como ‘La parrala’ de Concha Piquer y cualquiera de Rocío Jurado, «que le gustaba mucho», recuerda su hija Raquel Orantes, que rescata de la trágica vida familiar las cosas bonitas que su madre sabía arrancar a la penuria «cualquier rato en que él no estuviera», ausencias que a veces duraban semanas. «Era una mujer muy alegre. No necesitaba hacer grandes cosas. Era feliz con estar con sus hijos y visitar a su madre y hermanos». Cualquier mañana, por ejemplo, «bajaba a Granada en autobús con los dos hijos menores para visitar a mi tía», dueña de una churrería en la Plaza de Bib Rambla.
En esos viajes al centro de Granada solía comprarles algún set de Play Mobil y les dejaba jugar fuera de casa, en la tierra, como el resto de los niños. «Se nos perdían las cabelleras y lo arreglábamos con plastilina», recuerda la menor de las hijas. La madre podía pasar esos días de tranquilidad arreglando el marco de un cuadro o pintando la casa que ella había construido con sus propias manos en El Albaicín, El Fargue o Cúllar Vega, los tres lugares donde residió.
En el recuerdo Raquel enhebra archipiélagos de instantes de satisfacción y contento para retratar a su verdadera madre, «más allá del maltrato», aquella que luego desafió a su agresor y lo alejó de su lado. «Era valiente, decidió denunciar públicamente y fue asesinada. Su voz todavía genera cambio y fuerza para romper con esa violencia establecida», describe, cuando se cumplen 25 años del asesinato de Ana Orantes por parte de alguien al que ella se niega a llamar «padre». «Ella tenía una capacidad inmensa de amar y perdonar. Era empática, cariñosa, divertida, cercana, familiar».
«Hubiera sido una mujer feliz»
Creyente católica, rezaba a la Virgen de la Angustia y en los últimos meses de su vida, que fueron los de su liberación, peregrinó para ver a la Virgen del Rocío con su hijo Rafael. Ese último verano, ya con 60 años, se bañó por primera vez en el mar, cuando sus hijos la llevaron al Mediterráneo, a la playa de La Herradura. Y en invierno conoció la nieve. «Siendo de Granada, no había ido a la Sierra Nevada», relata Raquel. También gustaba del tapeo, sobre todo del pescaíto frito, para lo que visitaba el barrio de Armilla.
Admiradora de la Jurado, «le encantaba ir a ver a los travestis, como se decía en esa época, al Rincón del Artista, que con humor la imitaban. Mi madre hubiera sido una mujer feliz, si no hubiera tenido al demonio que tuvo a su lado», afirma Raquel Orantes. «No he conocido ser humano más hermoso que ella. Tener la madre que tengo es un orgullo».
Hoy Ana Orantes tendría 85 años. Además de las leyes contra la violencia de genero que impulsó con su testimonio y muerte, su legado está en los ocho hijos que la sobrevivieron, 16 nietos, siete bisnietos y dos tataranietos.