El televisor encendido del 4 de diciembre de 1997 muestra a una mujer rubia, de mediana edad que vive en Cúllar-Vega. Sus ojos color miel revelan un profundo desamparo, el fracaso de una sociedad que no se atreve a ponerle nombre a la realidad de la violencia de género.

 Se llama Ana, responde con calma a la presentadora Irma Soriano, cuenta con palabras sencillas y tajantes su verdad de sufrimiento ininterrumpido durante cuatro décadas; tan claras que traspasan la pantalla y conmocionan a los telespectadores de ‘Canal Sur’. Jóvenes, mayores, todos guardamos un silencio hondo y, únicamente su voz, la serenidad de quien ha perdido toda esperanza a fuerza de palizas, insultos y  humillaciones, rompe en mil pedazos el callado y cómplice encubrimiento eternizado. Es la evidencia que se ha omitido el deber de socorro a quien sólo tiene entre las manos -tan limpias, tan decentes en su pulcritud-  una desolación inabarcable. Expone hechos, los pormenores de una maldad tan inmensa que no hay palabras capaces de expresarla en toda su magnitud. Cuatro décadas en las que el marido ha convertido su vida y la de sus hijos en un infierno de torturas y abusos sin que nadie, nadie, le sujete el brazo para que no la emprenda a puñetazos con ella o para que no roce con la inmundicia de sus dedos los muslos de sus hijas. Todos en la familia han ido huyendo  de la casa progresivamente y Ana se ha ido quedando más sola con el monstruo.  Pero, día a día, ha ido dándose cuenta de que no tiene por qué aguantar más, de que ella no es una analfabeta, sino una persona que por las circunstancias socioeconómicas no ha podido estudiar; de que no es una inútil sino una superviviente. De que puede existir futuro, ahora que se ha separado legalmente, aunque compartan aún la casa. Una generosidad mal entendida con quien disfruta percibiendo su angustia perpetua. La entrevistadora la anima a seguir adelante: con su edad tiene aún oportunidad de recoger los fragmentos y de ser lo que ella quiera, ahora que es libre al fin. Lo que pasa es que es tarde, es demasiado tarde, aunque nadie lo sepa aún.

18 de diciembre. Tres del mediodía y llueve la tristeza con lentitud sorda. Empiezan las noticias y a todos se nos atraganta el almuerzo al escuchar que una mujer divorciada, residente en Cúllar Vega, fue asesinada ayer. Se llamaba Ana y su exmarido la roció con gasolina y le prendió fuego. A la mente de muchos vino inmediatamente el rostro de la señora rubia de ademanes mesurados y frases contundentes. Efectivamente. Se había consumado la tragedia. Un crimen machista más, tal vez pensaron muchos. Pero el mensaje de Ana Orantes, tan valiente, tan certero, había calado por fin en la sociedad y se dejó de mirar para otro lado. Ella y su terror callado convertido en grito fueron el germen de la Ley contra la Violencia de Género, de la protección de las víctimas y del aislamiento de los verdugos. Por eso el inmenso legado que representa ha trascendido su figura menuda, la dignidad de su rostro de mujer y, veinticinco años después, Ana es ya un río, un bosque que da sombra los veranos y la luz de la mañana que se enciende proclamando que nos queremos vivas, libres e iguales.

FOTO: Antonio Morente

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