España tiene pendiente una reforma del profesorado que debe abarcar necesariamente varios frentes. Uno de ellos es lo que los futuros maestros y profesores aprenden en la Universidad.

Históricamente, nuestro sistema educativo no ha parecido dar mucha importancia a esta etapa, a la que se conoce como formación inicial del profesorado. Hasta la reforma del plan Bolonia, las carreras de Magisterio pertenecían al grupo de las diplomaturas, las carreras cortas que podían estudiarse en tres años. El documento España 2050, encargado por el Gobierno a expertos de distintas materias, publicado el año pasado, señalaba al respecto: “El grado de Magisterio es, desde hace décadas, uno de los menos exigentes del mapa español de titulaciones universitarias, algo que contrasta con la situación de otros países, donde este es uno de los grados de más difícil acceso y consecución. Lo mismo ocurre en la educación secundaria. En España, los mejores graduados no suelen perseguir una carrera docente en colegios o institutos, sino que se inclinan mayoritariamente por otras salidas profesionales en el sector privado o la investigación universitaria”.

El párrafo iba acompañado de un gráfico que mostraba la nota media de admisión a titulaciones de Grado del curso 2018-2019, en el que las carreras de Educación aparecían en último lugar, por detrás de las de Ciencias; Salud; Agricultura y veterinaria; Ciencias sociales; Informática; Artes y humanidades; Negocios, administración y derecho; Ingenierías, industria y construcción, y Deportes y turismo.

La Conferencia de Decanos y Decanas de Educación, integrada por 70 responsables académicos, es decir, la gran mayoría, trasladaron el año pasado al Gobierno una propuesta para implantar un examen especial para acceder a las carreras de Magisterio y al máster para ser profesor de secundaria, como sucede en una quincena de países europeos, Cataluña y Baleares. En los últimos días, en la sección de Educación de EL PAÍS hemos contado que el Ministerio de Universidades ha descartado implantar dicha prueba. Y que pese a ello los decanos insisten en solicitarla, convencidos de que ayudaría a mejorar el sistema educativo, la calidad de los estudios que imparten en sus facultades y la imagen que la sociedad tiene del profesorado.

La propuesta de los decanos estaba basada en la prueba de acceso creada por la Universidad de las Islas Baleares en 2021 —producto de un proceso de investigación y ensayo que empezó hace una década—, que consta de dos fases: una escrita, que evalúa las competencias lingüísticas y lógico-matemáticas; y otra oral, que a través de una presentación y de entrevistas en grupos pequeños, busca analizar las habilidades interpersonales de los aspirantes, su desempeño a la hora de expresarse, y sus motivaciones. Las investigaciones internacionales apuntan a que las pruebas de acceso contribuyen a elevar el nivel del cuerpo de profesores. Las facultades españolas que lo aplican transmiten la misma idea, aunque todavía no hay datos concluyentes.

No creo, como a veces se plantea, que la propuesta ponga en cuestión los conocimientos y las habilidades socioemocionales que decenas de miles de maestros y profesores ya demuestran en su trabajo con los alumnos. Es cierto que, en la escuela pública, los docentes que han conseguido plaza definitiva han superado, además de la carrera y la selectividad, unas oposiciones exigentes (otra cosa es que, como señala el documento España 2050, también sea necesario reformar el modelo de oposición actual, “que prioriza la memorización frente a otras competencias fundamentales, que son prácticamente obviadas”). Y, como el decano de la Facultad de Educación de la universidad pública de Baleares, Miquel Oliver, asegura haber aprendido del ejemplo finlandés, la prueba de acceso puede ser una buena medida, pero es solo una entre las varias que hay que adoptar para mejorar la docencia. Empezando, reconocía Oliver, por la forma en que se enseña en las facultades de Educación, y por la conexión entre estas y los centros escolares.

Quienes se oponen a las pruebas destacan los problemas que acarrearía. El primero, la dificultad logística. Es cierto que en las universidades catalanas (como parte de los países europeos donde existe el filtro) solo hay ejercicios escritos (lingüístico y lógico-matemático), una limitación que sus responsables admiten (y desearían subsanar) y atribuyen al desafío que supone realizar pruebas orales a miles de aspirantes (el tamaño y la insularidad de la Universidad de las Islas Baleares le proporciona en este caso ventaja). Pero todo depende de la importancia social que se le dé a la prueba y a sus efectos. Si fuera lo bastante alta, podría justificar el apoyo de otras administraciones para llevarla a cabo.

Otro problema que suele aducirse es el de su obligatoriedad, y, en su caso, quién la impondría; en Cataluña ha funcionado durante años un pacto entre las Universidades, pero la Ramon Llull, privada, anunció en otoño que lo deja. De nuevo, sin embargo, parece cuestión de lo relevante que se consideren las pruebas. Hay ejemplos, como la Selectividad o el examen MIR en Medicina, que muestran que el Gobierno puede implantar filtros cuando lo considera necesario.

También se argumenta contra la prueba que podría no ser justo (o incluso legal) poner a los alumnos un examen de entrada, sin dar a quienes los suspendan la oportunidad de desarrollar las competencias, por ejemplo, socioemocionales, a lo largo de la carrera o el máster. Y por qué debería haber pruebas para entrar en estos grados y no en otros. A esas objeciones podría responderse que, a diferencia de lo que el sistema educativo español ha dado a entender históricamente, la formación de los futuros profesores resulta crucial y constituye un caso singular, lo que justificaría aplicar una prueba específica. La cual se sumaría a otros filtros que ya existen, como la obligación de haber aprobado el Bachillerato, una titulación superior de FP, o la selectividad, sin que nadie cuestione su legalidad. Incluso si la demanda se redujera un poco (lo que las investigaciones internacionales, asegura Oliver, descartan que suceda a largo plazo), tampoco sería grave, al menos desde la perspectiva de la sociedad, a la vista de la desproporción que existe entre el número de alumnos matriculados en las carreras de Magisterio (35.000) y en el máster de profesorado (50.000) y la capacidad del sistema educativo para absorberlos.

Una parte de las universidades privadas se oponen a la generalización de una prueba de acceso, especialmente aquellas que funcionan como empresas (otras dependen de instituciones sin ánimo de lucro), porque temen ver reducido el gran negocio de las titulaciones educativas. Pero también está en contra un sector de la Conferencia de Rectores (CRUE), el organismo que reúne a las universidades públicas y privadas. De un lado porque de una u otra forma todas dependen del número de alumnos para su financiación. Y del otro (y relacionado con lo anterior), porque implantar una prueba en las titulaciones de educación, además de una complicación, podría llevar a otras facultades a pedir sus propios exámenes especiales de acceso.

El Ministerio de Educación ha analizado y negociado las pruebas de acceso a lo largo de la legislatura, y las incluyó en su lista de propuestas para reformar la profesión docente. Resulta improbable, sin embargo, a la vista de la opinión de la CRUE y de la postura del Ministerio de Universidades, que ahora, en un contexto preelectoral, vaya a dar la batalla por ellas, enfrentándose a otro departamento del Gobierno, dirigido por el socio de coalición, con el que las relaciones atraviesan, por otras razones, un momento crítico.

Ignacio Zafra

FOTO: Una clase de la Facultad de Magisterio de Valencia, este viernes. / MÒNICA TORRES

EL PAIS

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