Suicidios y adolescencia
El otro día, en Málaga, el escritor Pedro Ramos me habló del efecto Papageno, que toma su nombre de un personaje de La flauta mágica, la célebre ópera de Mozart, y que sería contrario al efecto Werther, el joven suicida que protagoniza Las penas del joven Werther, el clásico de Goethe. Si con el efecto Werther nombramos el incremento de suicidios debido a un tratamiento inadecuado de la información que los medios dan al respecto, generando un contagio, con el efecto Papageno nos referimos a divulgar lo que ha llevado a potenciales suicidas a, finalmente, decidirse por la vida, es decir, a mostrar modelos de conducta que ayuden a superar esa situación, lo que también se imita. Pedro Ramos, por cierto, ganó el premio Edebé con Un ewok en el jardín, una novela que versa sobre un adolescente deprimido para el que el suicidio comienza a bosquejarse como una solución.
Movida por la curiosidad, pregunté sobre el particular a un psicólogo que trabaja en los servicios sociales de un importante municipio madrileño. Lo que me contó me pareció tan valioso que decidí transcribirlo (resumidamente, claro está) en este artículo.
Este profesional empezó comentándome que, desde hace unos años, especialmente a partir de la pandemia, se está dando una explosión de autolesiones e intentos de suicidio en chavales de, sobre todo, secundaria. Se trata de chicos y chicas con graves problemas de gestión emocional. Al parecer, es habitual entre los adolescentes que acuden a su consulta un nivel de autoexigencia brutal generada por la presión social, por el bombardeo y las demandas que se depositan hoy sobre los jóvenes: tienen que ser guapísimos, listísimos, felices continuamente y capaces de resolver los propios problemas sin pedir ayuda, poseer lo mejor (materialmente hablando), producir todo el tiempo y en todas las facetas. Dichas exigencias se mezclan con la inmadurez propia de este periodo, para la cual no se les dota, ni en las familias ni en los institutos, de herramientas. Y además no se trata, en la mayor parte de los casos, de jóvenes con alguna psicopatología. Antes bien, la mayoría no padece ningún trastorno psiquiátrico, y el suicidio es, en este escenario, una reacción normal, o al menos posible, ante estímulos muy dañinos. Asevera este psicólogo que en la sociedad actual es muchísimo más difícil ser adolescente que en décadas pasadas, y que hay un momento clave para la desestabilización psíquica cuando se pasa del colegio al instituto, pues mientras que en los coles se cuida el vínculo emocional entre los profesores y los alumnos, haciendo que estos se sientan más arropados, en los institutos todo cambia demasiado en un momento de gran vulnerabilidad. Por ejemplo, muchas veces apenas hay contacto con los tutores, que además no tienen formación de maestros. Algunos de ellos, y esto lo hemos vivido todos de primera mano, ni siquiera poseen vocación. Dan clase porque era la salida que había, no porque verdaderamente lo hubieran querido, así que enseñan sus materias y dejan de lado el plano humano. Por supuesto, también hay profesores que se preocupan más integralmente por los muchachos, y el problema entonces es que se ven desbordados. Las ratios son imposibles, inabarcables, y así es muy difícil poder acercarse suficientemente a todos los alumnos. A eso se suma, siguió contándome el psicólogo, que los adolescentes han de asumir una carga de responsabilidad para la que nadie los ha preparado. O dicho de otro modo: se les pide que sean adultos de sopetón. Desaparecen los lazos; son muy pocos los que se interesan por los problemas que puedan estar atravesando los chavales, y además se da por hecho de que ya tienen edad para manejarse solos. Falta, siempre según la experiencia de este psicólogo, un acompañamiento positivo. Para más inri, cuando los profesores de instituto se enfrentan a intentos de suicidio, se ven abocados a llenar un montón de papeles que les exige, en este caso, la Comunidad de Madrid. Se les sobrecarga con un protocolo absurdo que consiste no en acompañar al chaval o a la chavala, sino en pura burocracia, lo cual hace que el tiempo que podrían dedicar a tratar directamente con el adolescente para ayudarle sea aún más exiguo. Se sustituye, en fin, el sentido común y la sensibilidad por un frío e inoperante protocolo. Y además, al carecer de formación, a menudo la respuesta es inadecuada. El psicólogo me pone el ejemplo de una adolescente que tuvo la valentía de pedir ayuda en su instituto. La respuesta del instituto fue llamar a la policía.
El tema del suicidio era, hasta hace muy poco, tabú. No se hablaba de él. Además de la vergüenza y la incomodidad, había miedo de provocar, como he señalado más arriba al mencionar el efecto Werther, una reacción de contagio, planteamiento que se ha demostrado erróneo según me comentó este profesional: las cosas hay que hablarlas para manejarlas de una manera más sana. También me señaló que, obviamente, los chavales no se quieren matar, y que cuando se llega a esa situación crítica se debe a lo intolerable que se ha vuelto su sufrimiento. La desaparición se vislumbra como una salida, pero no porque deseen dejar de existir. Lo que buscan es no sufrir. Por suerte, la salud mental cada vez tiene una mayor visibilidad, y eso también ayuda a que los adolescentes se atrevan a contar sus dificultades y a que el suicidio se vea desde una perspectiva más amplia, esto es, no como un asunto meramente psicopatológico, sino como un problema social. Cada vez más se considera que es una respuesta natural ante un entorno muy agresivo, tremendamente individualista, aislante y competitivo en todos los aspectos: han de ser exitosos en la vida laboral y personal, el fracaso no está permitido, la debilidad se proscribe. Y las redes sociales, a las que muchos están enganchados, aumentan el problema al constituir una permanente exhibición de todos esos “debe ser”. También de su cara B: el acoso al diferente, al que no cumple, que además ya no cesa cuando llega a casa y deja atrás las aulas. Las redes han ocupado el espacio íntimo, privado: los acosadores le pueden machacar a todas horas.
Por si todo esto no fuera poco, el sistema de salud mental es inoperante. Las citas se dan cada mes o cada dos meses, y eso en el mejor de los casos, lo que impide la alianza terapéutica. Lo que puede pasar en un mes en la cabeza de un adolescente, afirma este psicólogo, es un mundo entero, y así no hay modo de abordar nada seriamente, por no hablar de que no siempre se trata del mismo profesional. Esto último lleva al adolescente a contar una y otra vez el problema a un adulto desconocido, sin poder avanzar hacia una solución. Se afronta como si fuera un tema médico, pero no se trata de un problema médico, sino psicológico. Y además prima el enfoque farmacológico, que a veces es necesario, pero no siempre. Se medica indiscriminadamente, cuando en la mayoría de los casos la medicación solo es una ayuda secundaria que no cura una herida emocional, la cual requiere terapia psicológica. Se tapa el síntoma sin abordar la herida. Como si fueras con un balazo a urgencias, continúa diciéndome el psicólogo, y te dieran un calmante para el dolor pero te dejaran sin coserte, desangrándote. Salvo que aquí no te mueres, sino que te conviertes en un consumidor de drogas. Las farmacéuticas son las primeras interesadas en que nadie se cure. En que la medicación no sea una ayuda, sino la solución.
Vínculo positivo con la familia, vínculo con el centro educativo, vínculo a nivel social: todo eso, señala el profesional, es en la actualidad muy precario. Hay un enfoque adultocéntrico en la sociedad, y muchas familias no saben, o no tienen tiempo ni medios, para prestar atención a los hijos con problemas. Y los adolescentes, insiste, no están pidiendo grandes cosas, sino simplemente dejar de sentirse solos, aislados e impotentes; que se les pueda acompañar y se normalice su padecimiento con una escucha activa y sin juzgarles. Validando sus sentimientos, pues son legítimos.
Elvira Navarro
https://www.mujeresaseguir.com/social/opinion/1176366048615/suicidios-y-adolescencia.1.html