Feminismo: un lenguaje que nos sirva a todas
Siguiendo la estela de Grace Paley debiéramos también las escritoras encontrar nuestra propia forma de expresión para no estar cautivas de una jerga que apela más a un grupo privilegiado que a la diversidad
Grace Paley, escritora única, activista de corazón, les decía a sus alumnos: “Aunque os parezca mentira, si decís lo que tenéis en la cabeza con el lenguaje que os viene de vuestros padres, de la calle y de vuestros amigos, lo más seguro es que digáis algo bonito. Pero si no fuisteis suficientemente duros y tercos, quizá aquel lenguaje consiguieron borrarlo los profesores que se avergonzaban de que existieran hogares interesantes, entonaciones interesantes, palabras interesantes y que lo subordinaban todo a un uso correcto”. Paley, luchadora contra la guerra del Vietnam, contra el racismo, contra la destrucción del espacio humano en las ciudades, Paley, escritora desde que los niños se iban a la cama, Paley, cuya voz sencilla, sincera, honda, consiguió despertar en el mundo universitario tantas conciencias, tuvo la gallardía de obviar el lenguaje cifrado en que van encorsetándose los movimientos sociales y usó la voz del pueblo, las palabras que había escuchado en casa de sus padres, donde se daban cita judíos expulsados de Rusia, un socialista, una sionista, un anarquista, una comunista. Firmes creyentes todos en un mundo más justo. Paley transmitió aquellas enseñanzas adquiridas a sus hijos sin perderse en vericuetos teóricos: sed amables, decía, sed valientes, sed honrados, detectad al opresor y disfrutad en la lucha contra lo injusto, colocad la amistad siempre antes que la rivalidad. El resto, pensaba Paley, ya lo aprenderán por su cuenta.
Ocurre que cuando el lenguaje de los movimientos sociales se aleja de aquellas a quienes debe representar acaba produciéndose un inevitable distanciamiento, porque nada hay más antipático que no entender a quien te está defendiendo. Algo así ha pasado en los últimos tiempos con esas agotadoras luchas feministas en las que tanto un bando como otro se han adornado con una retórica académica cada vez más específica que poco tiene que ver con las mujeres que han de llenar las calles el 8 de marzo. Entiendo que los trabajos universitarios gocen de un idioma propio, pero mal vamos si se pretende que ese sea el lenguaje de la batalla diaria. Siguiendo la estela de Paley debiéramos también las escritoras encontrar nuestro propio lenguaje para no estar cautivas de una jerga que apela más a un grupo privilegiado que a la diversidad. Pero hay quien parece no entender que el feminismo no obedece a un manual de buen comportamiento ni a un catecismo, y que hay asuntos en los que podemos no estar de acuerdo y eso no debiera calificarnos como enemigas. ¿No es esta actitud intransigente una copia de los viejos y estériles sectarismos de la izquierda? Hay además asuntos complejos que responden a un presente que evoluciona más deprisa que nuestro pensamiento y que nos sumen en la perplejidad. ¿Es que no nos está permitido pensar despacio?
El feminismo no puede convertirse en patrimonio de un grupo, ni en una lucha encarnizada por portar el banderín de enganche. Las principales protagonistas de ese día histórico que abraza la igualdad son aquellas a las que su voluntad ha sido arrebatada, mujeres de Irán, de Pakistán, mujeres que sufren la violencia sistemática en El Salvador, en el Congo, mujeres que salen huyendo de las bombas, que son expulsadas de su patria, mujeres que pierden la vida en el mar buscando para sus hijos una vida mejor, mujeres que se separan de sus niños para cuidar ancianos en un país como el nuestro, mujeres que nos asisten, que nos lavan, que hacen posible que otras seamos profesionales, mujeres que llevan sobre sus espaldas el desamparo de familiares dependientes, mujeres que no pueden conciliar, mujeres que fueron pioneras en la lucha sindical y a las que deberíamos rendir tributo, sí, porque es un día para escuchar también a las mayores y reconocer, con humildad, que el feminismo no es un invento reciente. Y, por encima de todo, mujeres sin voz a las que debemos prestarles la nuestra para que expresen lo que necesitan para gozar de una vida que merezca la pena.