Llegan los lunes a clase con la mirada perdida, la cabeza gacha y el desinterés de quien arrastra una carga que no se ve por fuera, pero que pesa mucho por dentro Da igual que durante el fin de semana hayan estado con los amigos compartiendo cervezas, una conversación insustancial sobre la nada, unas risas huecas que tienen el sabor de lo impostado, del fingimiento aferrado a la supervivencia. Representan, según las últimas estadísticas, el 20% de los estudiantes universitarios españoles.

No saben bien qué les pasa; sólo que demasiados días, cuando anochece y se van apagando las luces de las habitaciones, las manos se les duermen y empieza un tic-tac que no es el del reloj porque está muy adentro. Es un dolor en el centro del pecho al que cuesta ponerle el nombre preciso: angustia, miedo, frustración, cansancio o tristeza. A veces deriva en un pánico incontrolable, en una desesperanza latente que ahoga, que dificulta la respiración. Entonces, con su juventud de veinte años y los zapatos en la mano para no hacer ruido al salir de madrugada, se van a urgencias y regresan a casa cinco horas después con un diagnóstico cada vez más frecuente: crisis de ansiedad, trastorno ansioso-depresivo, tanto da. También con una medicación para poder sobrellevar la eternidad que es la semana, las clases inacabables, los padres que no entienden que darles todo lo material no es suficiente. Porque a veces la familia no comprende cómo, teniendo el viento a favor, estos jóvenes viven encaramados a una lágrima, con la amargura de quien se siente acabado sin haber empezado siquiera el camino. Entonces es cuando el padre le recuerda al chaval que eso se arregla yendo el próximo fin de semana al fútbol y dejándose de tonterías; o cuando la madre sonríe a la hija como si entendiera algo (pero no, no) y anuncia que a principios del mes próximo se irán de compras como si la ropa de la nueva temporada pudiera cubrir el desconsuelo, el tedio de existir sin saber cómo.

La causa de todo está en el adverbio, en ese cómo que nos está dejando una generación de jóvenes en la que los trastornos mentales avanzan inexorables porque nadie nunca les contó que vivir era esto: saber gestionar las emociones, domeñar la presión cuando un examen les hace creer que el cielo se hunde sobre sus cabezas, comprender que equivocarse forma parte del proceso y que vivir, vivir es lo que importa.

Eso no les arreglará el futuro laboral, esta precariedad sistémica, pero es que con esta voluntad de que todos sean universitarios hipercualificados han transformado su formación en una selva de ambiciones, de ausencia de vocación, donde quien es frágil tiene el sufrimiento garantizado. Les hemos vendido, además, que podían alcanzar sus sueños sin esfuerzo y, ahora que han crecido y se enfrentan a la realidad, a sus miedos, a sus verdades más profundas que se debaten entre el querer ser y el poder ser, se desfondan, el alma se les cae a los pies. Ha llegado el momento de plantearnos qué modelo de educación les hemos dado para corregir el error mirándolos de frente, para salvarlos de ellos mismos cuando todavía estamos a tiempo. Para que esa sensación falsa de fracaso no les atraviese el corazón y los deshaga como barro o los convierta en piedra.

FOTO: https://es.dreamstime.com/estudiante-universitario-cansado-de-aprender-duro-con-libros-en-preparaci%C3%B3n-ex%C3%A1menes-universitaria-enfatizada-cansada-abrumada-image169032722

A %d blogueros les gusta esto: