En España somos mucho de drama, de confrontación, de polémica estéril. Aquí hay gente a la que si se pasa un día sin discutir le sale una úlcera, con lo cual, nos tienen abastecidas las columnas semana sí, semana también.

Esta semana toca hablar del Dos de Mayo, pero no por Manuela Malasaña, heroína cañí de la libertad al estilo Mariana Pineda, sino por el pifostio protocolario que han montado el ministro Bolaños y la presidenta Díaz Ayuso. Es decir, dos ejemplos rotundos de cómo desquiciar a un responsable de protocolo en su afán por desbancar al rival. No es personal, son elecciones en menos de un mes. Por eso, este 2-M Bolaños decidió que se autoinvitaba a estar en el palco principal.  A ver qué sucedía. Y lo que pasó fue que Ayuso, chulapa de rompe y rasga, ordenó a su jefa de protocolo que no lo dejara subir aunque tuviera que llamar a la guardia municipal.

Visto desde fuera y tras las disputas bizantinas de expertos en protocolo yo no me atrevería a decir si Bolaños debía o no subir a la tribuna. Lo que sí resulta evidente es hasta qué punto se pierden las formas cuando se acercan las elecciones, la falta de elegancia y de saber estar de una clase política, de aquí y de allá, que ha hecho de la vulgaridad y de la soberbia (y esto vale para Ayuso y para Bolaños, que ambos buscaban la foto ahí) una forma de ejercer el poder.  

Llegados a este punto, de interpretar quién se equivocó o quién debería disculparse con quién, me viene a la memoria la frase del canciller alemán Adenauer, que ya avisaba de que en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno. Y esta batallita de cara a la galería, al votante madrileño que ha observado estupefacto los hechos, la ha perdido el PSOE, aunque las manos que impidieron que subiera Bolaños fueran las de la Jefa de Protocolo de la presidenta madrileña.  No sólo porque Bolaños aplicase el mismo nivel de soberbia que Ayuso para hacerse notar, sino porque el socialismo madrileño se ha ido rindiendo comicios tras comicios, derrota tras derrota y considerando la tierra del oso y el madroño un castillo inexpugnable para sus líderes.

Es natural: los candidatos, o son desconocidos o les falta punch, pensando en la ciudadanía. Ya se entiende que tiene que resultar difícil competir con una señora que haga lo que haga, pise a quien pise, es llevada en volandas como una virgen laica (recuérdese aquellas fotos  en la prensa nacional) hasta el triunfo final; pero, por lo menos, hay que intentar defender la negra honrilla, esa ilusión que implica la pretender ostentar un cargo público para que se apliquen unas ideas. Por eso, buscar la confrontación, además en la propia casa de la antagonista que además va ganando, se antoja un error de principiantes, una torpeza supina porque, a sus hooligans habituales, la candidata popular acaba de sumar a los cercanos a la ultraderecha que desprecia a todo lo que huela a izquierda. Es decir, que don Félix les ha reventado la campaña a los suyos y aquí no pasa nada. De ahí a la mayoría absoluta hay la misma distancia que de  Madrid al cielo, que diría un castizo.

 

 

 

 

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