«Tanta soledad» por Rosa Montero
Hay mucha gente que parece madura y normal, pero que en realidad es patológicamente incapaz de vivir sola.
A raíz del caso de Ana García Obregón se ha discutido mucho en estos días sobre si el hecho de ser madre en la tercera edad y utilizar los llamados “vientres de alquiler” (terrible expresión, dicho sea de paso) son opciones legítimas o, por el contrario, éticamente inaceptables. Ambos temas son importantes y merecen ser debatidos en profundidad, pero no es de eso de lo que quiero hablar en este artículo, sino de una frase que dijo la actriz que me dejó bastante consternada: “Nunca volveré a estar sola”. Es obvio que la desgarradora pérdida de su hijo subyace detrás de todo esto, pero la compasión y la comprensión no evitan que sea una declaración tremenda que sólo puede augurar desgracias. En primer lugar para Obregón, porque la vida nos demuestra una y mil veces que los hijos no te aseguran compañía, y que, si has decidido ser madre (ella y otras) con ese fin utilitario, es muy posible que la decepción sea colosal. Pero terrible también para todos los niños que son traídos al mundo como muletas afectivas (cosa que me temo que sucede bastante), porque es el augurio de una vida probablemente asfixiante y de una lucha amarga para poder librarse de ese destino vicario. Es una frase, en fin, que amenaza penas para todos.
Qué mal lleva el ser humano la soledad. Somos animales sociales y el aislamiento puede volvernos literalmente locos. Claro que hay varias clases de soledad, desde la existencial, porque frente a nuestro fin estamos solos (aunque creo que debe de ser consolador morir de la mano de alguien), hasta la soledad social extrema, esa especie de muerte en vida que padecen, entre otros, muchos ancianos que se quedan sin nadie. Pero también existe una soledad positiva que consiste en saber convivir contigo mismo, no temerle al silencio, aprender a escuchar el murmullo de tus propios pensamientos. Y para mi sorpresa he descubierto que hay mucha gente que parece madura y normal, pero que en realidad es patológicamente incapaz de vivir sola. Lo cual es una inacabable fuente de desgracias, porque, por miedo a la soledad, puedes hacer cosas tan dañinas como emparejarte con una persona horrible, o establecer relaciones de amistad humillantes en las que te arrastras por una migaja de compañía, o traer hijos al mundo, en fin, con un planteamiento utilitario disparatado. Nunca he entendido que no se eduque a los niños en el aprendizaje de esa necesaria soledad. O sabes vivir solo, o eres un esclavo de tus miedos.
Pero sin duda lo peor es el territorio helado de la soledad social, una pandemia silenciosa que se extiende y extiende como un virus secreto. “La lacra del siglo”, la denominó Tetsushi Sakamoto al tomar posesión de su cargo como ministro de la Soledad, una nueva cartera creada en Japón en 2021. No es el único ministerio de este tipo que hay en el mundo: el primero surgió en 2018 en el Reino Unido, en donde nueve millones de personas viven solas (el 13,7% de la población).
Sí, cada día hay más viejos que no hablan con nadie durante meses, más ciudadanos de todas las edades que sufren un verdadero aislamiento social. Se calcula que una de cada doce personas en el mundo experimenta una soledad no deseada, cosa que puede destruirte: aumenta hasta un 30% el riesgo de mortalidad, por no hablar de la depresión y el deterioro cognitivo. Un reciente metaanálisis hecho por la Universidad de Sídney con 57 estudios en 113 países arroja resultados que contradicen nuestros estereotipos: en los países nórdicos es donde menos solitarios hay (2,9% de jóvenes, 5,3% de ancianos); en donde más, en los antiguos países del Este (7,5% y 21,3%, respectivamente). Lo que sugiere que una sociedad democrática veterana puede hacer mucho por la cohesión social y el cuidado de los más necesitados. Hace unos meses leí que los supermercados Jumbo de Holanda han puesto en sus centros 200 cajas lentas para aquellas personas que quieran aprovechar la cola del pago para hablar. Qué gran cabeza está detrás de esa medida: alguien capaz de mirar y de ver, alguien que ha sabido comprender que hay clientes (muchos de ellos ancianos) cuyo único contacto con otras personas se produce cuando van a comprar al supermercado. Y es que hay que estar muy atentos para distinguirlos: los solitarios, sobre todo los viejos, son invisibles. En España hay dos millones de mayores que viven solos. A ver si aprendemos a mirarlos.