La posibilidad de que hayan visto el tuit de Alejandro Sanz es una esperanza para muchísima gente normal que tal vez pensaba que lo suyo no tenía ni nombre ni cura.

Solo la desolación que baja a las simas más hondas del volcán es hermana de la tormenta y conoce el secreto. Es una angustia sin causa definida o con muchas que se solapan, un no querer estar estando, una nube negra que sobrevolaba a Byron, a Goya, a Mary Shelley, a Silvia Plath; el inmarcesible dolor del Miguel Hernández afirmando “hoy estoy para penas solamente, / hoy no tengo amistad, / hoy sólo tengo ansias/de arrancarme de cuajo el corazón/y ponerlo debajo de un zapato”. En este tiempo también visita, cuando le apetece, a los creadores de cualquier disciplina con la misma falta de misericordia que a cualquier persona normal, de esas que te cruzas en las prisas del semáforo con la mirada huidiza de quien no quiere ni ver ni ser visto.  Pero, quien tiene una vida planteada de cara al público como Alejandro Sanz está bien que revele la verdad de ese mundo donde tratar de sobrevivir sin ahogarse en un mar de tormenta se ha generalizado. Es, casi, la normalidad que habitan más de cuatro millones de personas, según las últimas estadísticas, que diría Dámaso Alonso.

Basta fijarse en esas fotos de redes sociales, en esas historias de Instagram con millones de visualizaciones en las que el éxito se intuye como un modo de estar en el mundo, para descubrir en el fondo de los ojos de sus protagonistas la herida que no se cierra.  Mayores, jóvenes, ricos o pobres, mujeres u hombres se defienden como pueden, se aferran al miedo para seguir viviendo, a intentar que no lo note nadie que lo vea y a seguir arrastrando la garganta seca, las manos vacías, esa tristeza que no cabe en el pecho y no se puede nombrar con precisión de cirujano porque no alcanzan las palabras. Es el rayo que ha partido el corazón en mil pedazos y, cuando se puede, únicamente cabe tratar de recomponerlo con la ayuda de especialistas, despaciosamente, con humildad serena, sabiéndonos falibles. Aceptar la imperfección tal vez es lo que pueda ampararnos, pero todo se obstina en derredor por mostrarnos una falsa realidad donde la felicidad es ilimitada. No se enseña a la gente a asumir el fracaso grande o pequeño, la derrota cotidiana, la imposibilidad baudeleriana de ser sublime sin interrupción. Esta sociedad nos ha metido en unos zapatos demasiado grandes y nadie se ha quejado de que se espera mucho de cada uno de nosotros. Y se exige subir cada vez un escalón más como muestra de valentía. Y después otro y otro. Quien no frene, posiblemente alcanzará la cima/sima de la soledad que, como el triunfo, se antoja un espacio deshabitado cuando hace más frío. Y mira que Ann Sexton ya avisó en ‘La verdad que los muertos conocen’: “Es junio. Estoy cansada de ser valiente”. Pero nadie hoy parece haber leído a Sexton, ni a Storni, ni a Espronceda. Hoy poca gente lee y ahí tal vez está el error para la sociedad del espectáculo que no sabe decir dónde le duele. La posibilidad de que hayan visto el tuit de Alejandro Sanz es una esperanza para muchísima gente normal que tal vez pensaba que lo suyo no tenía ni nombre ni cura. Sanz es otro valiente que se ha desnudado. Aunque sea solo por eso, ya ha empezado a salvarse.

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