3 diciembre 2024

España vestida de tristeza, con la toquilla puesta y el rosario en la mano; España de pañuelos blancos con el llanto en la garganta, con figuras enlutadas en los andenes del horror despidiendo a sus hijos camino del destierro.

España malversada de NO-DO y de silencios, de ausencia de libertades.  A aquella España es a la que nos quiere hacer retroceder, como si tuvieran una máquina del tiempo, los niñatos de la ultraderecha; temprano madrugó la madrugada, afirmó Miguel Hernández en su ‘Elegía a Ramón Sijé’ y, bien pronto, sólo un mes y medio después de las elecciones ya hay quienes se han quitado la careta para echarse al monte y, en cada espacio político donde tienen posibilidad de decidir, han empezado la censura cultural. Basta mirar la geografía de la vergüenza para darse cuenta de la gravedad del asunto: Getafe o Valdemorillo en Madrid, Briviesca en Burgos, Cantabria, Asturias, Baleares…. Los damnificados hasta ahora han sido Lope de Vega, Virginia Woolf, las películas de Disney o las producciones independientes de creadores para los que los ayuntamientos que gobiernan se han quedado, de pronto, “sin presupuesto”. Porque la censura siempre es lo primero que alcanza y en Vox lo saben; seguro que les habrán advertido de que, como afirmó Woolf, no hay barrera, cerradura ni cerrojo que pueda imponerse a la libertad de la mente, siempre y cuando se pueda ejercitar; por eso buscan evitar que la gente piense, poner una mordaza para proteger su pensamiento único desde la implícita voluntad de hacer -otra vez- listas de autores prohibidos, de creadores clandestinos, como cuando en los años cincuenta había que comprar los poemarios de Lorca, de Alberti o de Machado en las trastiendas de las librerías y esconderlos bien.

Esto para los ultramontanos, si nadie los frena, supone un principio tan bueno como otro para iniciar su cruzada con Abascal al frente. Porque, conste: no es una película de Netflix o HBO que podamos parar cuando queramos. Estamos viendo la vida real que condicionará nuestro futuro. Y nosotros, una mayoría de españoles, los hijos y los nietos de quienes perdieron la guerra (porque en este país la guerra la perdieron casi todos, aunque unos un poco más que otros), cuando percibimos patrones de conducta peligrosos de cuyas consecuencias advierten los libros de Historia, tenemos la obligación de refrescar la memoria; frente a quienes jalean a los reaccionarios desde sus tribunas debiéramos decir, serenamente, como Quevedo: “no he de callar por más que con el dedo,/ya tocando la boca o ya la frente,/silencio avises o amenaces miedo”. Nadie debiera olvidar tanto sufrimiento como nos contaron bajito nuestros abuelos o nuestras madres mientras la tarde se iba de retirada y en sus pupilas percibíamos que cabían dos lagos inmensos cargados de ausencias, sangre derramada o dolor inmarcesible como consecuencia de una lucha fratricida. Aquel país en blanco y negro, de rojos y azules, no puede ser este, gracias a que ellos construyeron la democracia con generosidad. Nuestra España es sensata, pacífica, diversa desde pensamiento heterodoxo para que quepamos todos, forjada a fuerza de concordia y de respeto. Por eso fracasarán intentando matar lo que significan Virginia Woolf o Lope, por ejemplo. Los grandes artistas son eternidad trascendida, mientras que los políticos mediocres que traicionan su noble ocupación de servicio a la patria son un error subsanable votando libremente.

 
Foto: CordonPress