En el territorio de la memoria no existe el silencio. Los días tienen una luz limpia que se refleja en el mar y te abraza con la calidez del verano.

 El paisaje es un retrato con figuras en perpetuo movimiento que se ríen, van y vienen, acaso cantan en un hogar de risas; nunca hace frío porque es agosto en los calendarios y, desde el balcón abierto, entra el frescor ultimísimo de la mañana, esa brisa leve que es apenas un roce grato en la mejilla. Desde la terraza se ve la playa con las primeras sombrillas aposentándose en la arena y, a la derecha, está el kiosco de prensa, junto a la heladería donde preparan la leche rizada. En la calle de atrás está la frutería pequeña, ésa donde se puede hacer la compra del día apresuradamente, con el periódico bien doblado bajo el brazo. Nada importante: pan, algunos aguacates, el melón, unos tomates del terreno y, seguramente, un tarro de café. Las cuatro cosas necesarias que te apresuras a subir antes de inaugurar un desayuno pausado. Porque los desayunos, en el pasado, eran largos y estaban cargados de conversaciones gratas en torno a la mesita del salón, de preguntas inesperadas, de inocencia con fondo de postal de vacaciones. Y, de tan verdadero en los colores y sus matices, parecía un tiempo eterno.  Nadie nos dijo que lo fuera; lo vemos ahora que hemos crecido y la vida se ha ido cargando de ruido casi sin darnos cuenta, sin que nos percatáramos casi de que aquella casa se deshacía, hasta dejar de existir.

Entonces es cuando se busca el sosiego para poner un poco de orden en la cabeza a eso que llamamos recuerdos. Pero resulta que el sosiego juega al escondite en el salón del almuerzo, se escabulle entre las gentes apresuradas, zigzaguea con los niños que devoran el bufé del hotel para volver rápidamente a la piscina mientras sus padres les gritan que tengan cuidado. Desconfía tanto de nosotros como nosotros de él y resulta necesario tener paciencia, abandonar por un rato las prisas, buscar espacios de sosiego para sentarnos a mirar cómo las olas besan el rebalaje. Hay que ser valiente para esperarlo así, sin aferrarnos a charlas frívolas, a ese no pensar en lo que no nos dañe, que acaba por convertirse en una protección inútil. Porque el silencio nos alcanza siempre y conviene irse adaptando a convivir a ratos con él conforme vamos creciendo, aunque no exista un manual de instrucciones y todo sea así, de manera casi intuitiva.  Sólo hay que tener la precaución de no apretarlo demasiado porque el silencio es un cristal que se rompe en mil pedazos por las tardes, cuando el sol se va de retirada y las gaviotas últimas buscan refugio justo antes de la anochecida. Es una fotografía que se va tornando sepia en la que nos cuesta reconocernos a veces, aunque es totalmente necesaria para no olvidarnos del timbre de una voz, de un olor que se asemeja a la nostalgia, de la forma exacta de los cirros, esas nubes que se asemejan a brochazos de pintura abstracta anticipando las tormentas estivales. Esto es el silencio: una siguiriya, donde, como escribió Federico, resbalan valles y ecos y que inclina las frentes hacia el suelo. La imagen desnuda y frágil que nos devuelve el espejo.

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