«SÓLO UN ÁRBOL» por Remedios Sánchez
Frente al mar, que es un amor verdiazul, antiguo y perdurable, se divisa un árbol. Uno sólo, habitante sereno, varado en mitad de un secarral, en mitad de ninguna parte.
Desde la playa se distingue a lo lejos, en aquella loma que es casi un altozano, ejerciendo de vigía eterno, de hermano del tiempo y sus nostalgias. Frente a la inmensidad del mar, de esas olas besando el rebalaje con voluntad de amante apasionado y que concentran todas las miradas, lo suyo es contención, rebeldía aislada y menuda, un tronco fuerte que no doblega el viento, unas ramas en plenitud de hojas con frutos escondidos en verano y que serán, acaso eternamente, hogar de pájaros en primavera.
No es un enhiesto surtidor de sombra y sueño, como el esplendente ciprés de Silos al que se refirió Gerardo Diego; tampoco un olmo machadiano hendido por el rayo y en su mitad podrido, como una España desgastada y perpleja a la que acaban de salirle algunas hojas nuevas. No. Lo suyo, en este sur de cuarenta grados a la sombra, no es esplendor persistente ni derrumbe previsible; tampoco pasado o futuro. Es simplemente supervivencia, mantenerse como una higueruela humilde al borde del altillo, plena de pámpanos esmeralda en agosto como un faro oteando el horizonte; con la segura paciencia de quien se ha resignado a su destino y ha asentado firmemente su esperanza de raíces en la tierra, esa voluntad férrea de ser útil dando sombra y frutos al andariego errante que sube por las trochas despacioso, alejándose de sombrillas y de espetos, de gentes con sus prisas de verano, de olor a maresía. Qué adormecida de luz se ve la tarde entre sus hojas, qué mansamente se va desvaneciendo entre sus ramas, al pie del tronco deslavazado y gris, escamoso y agrietado, con las bojas secas tan cerca. Ahora que se va acercando con parsimonia el atardecer y, en el cielo, hoy sin nubes que desdibujen el azul, las gaviotas planean con giros imposibles y graznan su letanía llamando al descanso toca, parece, abandonar la párvula sombra que nos ha acogido -siquiera por un rato- frente al calor de la subida. Ha merecido la pena por abrazarse un instante a este misterioso silencio indescriptible, a un sosiego aislado del mundo y apenas perceptible para el que no existe vocablo, tan rodeado de maleza; resume esta antítesis la estética de lo grandioso frente a la modestia de lo diminuto casi invisible a los ojos, aunque siempre resulte tan complementario en su diversidad lo uno de lo otro. Pero sucede que cada vez nos damos menos cuenta, fanáticos de multitudes y ruidos, integrados en la masa, sin romper nunca el ordenado caos que nos homogeniza en un río de lógicas pactadas. Lo que pasa es que no siempre lo razonable es imitar a la mayoría; lo natural debiera ser tener capacidad para decidir autónomamente, para actuar respetando al otro reivindicando nuestra identidad, para ser personas a pesar de este ambiente enloquecido. Esto sólo se adivina cuando paramos un instante y percibimos los detalles pequeños que alborotan la vida, esos que todavía son capaces de emocionarnos, los que revelan que no todo está perdido. Porque la libertad verdadera se resume en no perder nuestra capacidad para apreciar el valor extraordinario de lo distinto, del deshabitado y agreste fulgor de la belleza.
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