«LA RAÍZ DEL GRITO» por Remedios Sánchez

Federico es un muerto con los ojos abiertos que miran al futuro. Lo que pasa es que el futuro no somos nosotros.

Han pasado ochenta y siete años de un asesinato vil que sigue pesando como una losa sobre el cielo herido de Granada; porque la negra sombra acompaña siempre la ignominia de una tragedia con fusiles de asalto y con pistolas, con mentiras encubiertas, con venganzas de lindes, con odios heredados que pasan de generación en generación. La fosa, como tantas otras, está entre Viznar y Alfacar declarando la tragedia de la sangre derramada, pero Lorca no.

Federico voló rápido como un pájaro por la vega de choperas de su niñez de pueblo, porque eso y no otra cosa es la verdad última del mayor poeta del siglo XX: pueblo con fuentes reidoras, álamos que alborota la brisa, acequias con bueyes de agua, golondrinas traspasadas de azul avisando de la llegada de la primavera, atardeceres de lumbre y una navaja para partir el pan o para abrir el pecho, tanto da. Entre los juncos y la baja tarde, ¡qué raro que me llame Federico! escribió, y tenía razón. Lorca fue y sigue siendo una anomalía literaria colosal, una genialidad fuera de tiempo y lugar capaz de aprehender la esencia, convertirla en palabra de fuego y dejar luego que se eleve como una ofrenda al porvenir, como una profecía/símbolo de la realidad escondida del pueblo que, como el duende, sólo se encuentra en las últimas habitaciones de la sangre.

A Miguel Hernández los vientos del pueblo lo arrastraban y le esparcían el corazón, pero Federico es en sí mismo ese viento del pueblo, su canto dolorido y ancestral de tristezas, de angustia y de trabajos, justo antes de que llegase el céfiro cortante que segó las gargantas. Su palabra traspasa el silencio de cal y mirto que esconde el ansia de libertad de las mujeres que luchan contra el sometimiento patriarcal (Adela, anegada de pasión por Pepe ‘El Romano’, la Novia huyendo a caballo con Leonardo, la obsesión de Yerma que adelanta la muerte); y, percibe, enfrente, la noche oscura que confunde a los amantes, la madeja de la Parca en manos de una hembra, la luna vigilante que conoce el secreto, el cuchillo que apenas cabe en la mano, el aljibe hondo donde nunca se bañan las estrellas, las metáforas de la opresión. El dolor en el pecho. Ese dolor inabarcable sin nombre ni rostro definido que sale de las vísceras porque la razón no lo alcanza y que vence, al fin, conduciendo a la tragedia porque lo atávico tiene casi siempre rebordes de fatalidad bordada en un pañuelo de hilo blanco mientras el otoño deshoja crepúsculos entre manzanos y membrillos, con la nieve primera como paisaje de fondo de escritura y el balcón de la Huerta eternamente abierto para escuchar, que nunca ha sido lo mismo que oír. García Lorca es el enigmático hijo de Calíope, la voz recia de los humillados por la sociedad (mujeres, gitanos, negros de la ciudad/jungla/infierno de Nueva York), una voz iluminada de prodigio y de autenticidad que nos zarandea para despertarnos del letargo de siglos. Lo que él representa es un torrente desbordado que nos coge de la mano y nos guía para conseguir atisbar lo que el alma oculta muy adentro, esa oscura raíz del grito.

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