Han pasado veinte años, tal vez más, y las semillas que Meri Rubio fue plantando desde el deporte germinaron, con el riego preciso y constante, con las podas necesarias. Porque para que un árbol crezca frondoso, fuerte, sano, con proyección de permanencia, con arraigo, necesita podas, riegos, abonos… En los comienzos de este siglo, Meritxell entrenaba equipos de futbito mixtos, niños y niñas con edades entre nueve y doce o trece años jugaban juntos. Iban en sus competiciones provinciales de pueblo en pueblo; en muchos los nativos sonreían cuando veían aparecer a las niñas con sus equipaciones, a veces solían ejercer ese fascinante, para ellos, poder de intentar ridiculizar a las jugadoras. Era entonces cuando sus compañeros de equipo saltaban a la primera para defender a quienes metían goles o los paraban, o daban los pases precisos. Ahí estaban los Antonio, Gonzalo, David, Miguel, junto a las Noelia, Mari o Mati. Unas veces ganaban y otras perdían, pero siempre triunfaba algo que quedó en sus vidas, la igualdad en el fútbol, y sobre todo en la vida. Han crecido, llegado a la adultez y en sus vidas ha quedado, como parte inalienable de su esencia, ese saber que ni ellos son más por ser hombres ni ellas son menos por no serlo, saben que todos son personas dentro del equipo de la vida. Aún hay machotes, esos con pelos en el pecho, que revientan los botones de las camisas y que miran duro y fuerte, pero tienen los días contados, porque las semillas de Meri desde el deporte ya han fructificado y, además, la totalidad somos campeones del mundo.

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