24 diciembre 2024

No sé a ustedes, pero a mí me parece que existe una conjura cósmica, una especie de rebelión de los objetos que parecen decir: ¿por qué hacerlo fácil cuando podemos hacerlo difícil?

Les pongo algunos casos. Antes había actividades que no entrañaban complicación alguna, como abrir un grifo. Se metía uno medio dormido en la ducha y sabía que una llave era para el agua caliente, otra para la fría; si giraba a la izquierda, salía más agua; a la derecha, menos. Sencillísimo y elemental. Ahora, en cambio (y la pesadilla se produce sobre todo en los hoteles), hay que hacer un curso de ingeniería para averiguar cómo funciona la grifería. Nada de abrir, cerrar, caliente, fría, vaya vulgaridad; se ha sustituido el sistema por un artilugio al que llaman ‘mando inteligente’ que, supuestamente, sirve para todo. Solo que no sabes nunca cómo se activa; empiezas a trastear, y si lo giras, pongamos que a la izquierda, va y te cae una catarata de agua en la cabeza (helada, por supuesto). O, si no, se activan unos chorritos laterales potentísimos que no sirven más que para congelar salva sea la parte. Todo esto, por supuesto, si tenemos la suerte de que salga una sola gota de agua, porque muchas veces el diabólico invento solo se activa si se pulsa un botón de ‘start’, que, por supuesto, sin gafas y con el cabreo, es imposible de encontrar.

Antes uno encendía la tele y cambiaba de canal, tan campante. Hoy hay que hacer un curso de ingeniería para poner las noticias

Otro misterio insondable es cómo se ha complicado el asunto de destapar un bote de vitaminas, pongamos por caso, o un enjuague bucal. Sí, vale, ya sé que es un sistema de seguridad para que no lo abran los niños. Pero tampoco lo abre un adulto. A menos que sea Houdini. ¿Y qué me dicen de la pelea que hay que mantener a la hora de instalar una sillita de bebé en la parte trasera del coche o plegar un carrito de niño de esos superatómicos que cuestan un pastón? Más de una abuela (o abuelo, o incluso padre) he visto yo a punto de hacerse el harakiri en el parking de un supermercado: el nene –o los nenes– corriendo entre los coches mientras el esforzado ancestro se desespera tratando de averiguar cómo rayos se despliega el condenado artefacto.

Otro momento complicado es poner la tele. Antes uno encendía y cambiaba de canal, tan campante. Ahora no. La oferta es tan vasta, hay tantas plataformas, sesenta mil canales, juegos on-line, etcétera, etcétera, que también hay que hacer un curso de ingeniería para poner las noticias. En mi caso, por ejemplo, cada vez que voy a casa de mis hijas, si no tengo a mano a alguno de mis nietos para que me auxilie, acabo viendo la televisión galesa o Al Jazeera. Porque esa es otra. ¿Cómo es posible que un niño ¡de tres años! no tenga la menor dificultad en poner en marcha la mayoría de los  cacharros antes mencionados y yo sí?

Sé que la respuesta a tal enigma es que él es nativo digital, pero no me consuela. Sigo pensando que existe una conjura para complicarlo todo innecesariamente. Para mí, esto se debe a que ahora los objetos sirven para mil cosas y, por tanto, al final no sirven para la función primordial para la que fueron creados. Una ducha no es para ducharse. No, qué va, vaya aburrimiento, sirve para darse masajes/baños de vapor/de ozono y no sé cuantas funciones utilííísimas más (sobre todo a las ocho de la mañana cuando llega uno tarde al trabajo). El carrito de bebé que antes era para trasportar al rorro ahora resulta que se ha convertido en una especie de navaja suiza de esas que tienen de todo: sacacorchos, tijeras, destornillador, serrucho, lima de uñas, lupa, punzón, mondadientes… Y está muy bien, y supongo que los fabricantes justifican así que cueste como un Ferrari.

¿Pero qué pasa con la función primordial? ¿No eran más operativas aquellas sillitas de loneta que se plegaban como un paraguas y cabían en cualquier parte? Ya sé que una vez más pensarán ustedes que soy un fósil del pasado, y, por supuesto, tienen razón. Pero a veces me pregunto si no nos estaremos complicando innecesariamente la vida con tantos artefactos. Y hablando de artefactos que sirven para todo menos para lo que han sido concebidos, disculpen, pero me está sonando el móvil. ¡Sí, como lo oyen! No es un whatsapp ni una alerta de Google, ni el aviso de una transacción bancaria. Es una llamada de las de antes, de las de ring-ring. Como comprenderán, no puedo desaprovechar la ocasión de hablar con otro ser humano, y cruzaré los dedos para que ese ser humano no sea un comercial que quiere venderme algo. Últimamente son los únicos que me llaman.

Carmen Posadas
 
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