Todos los partidos deben ayudar a la moderación del discurso político. También la derecha centralista y la soberanista

Hay una lectura europea de la formación del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez que coincide con la primera impresión que produjeron los resultados del 23-J, sobre todo a nivel internacional. La ola de la extrema derecha ha encontrado un dique en España. Se expresó en la caída del voto de Vox, su pérdida de 19 escaños y la imposibilidad de que los 33 que le quedan participen en una mayoría que los incluya, como dejó claro el PNV al PP. Su entrada de la mano de los populares en los gobiernos de cinco comunidades autónomas no fue un trámite, sino un elemento aglutinante para convencer al resto de las fuerzas de apoyar la investidura de Sánchez.

Entre las elecciones de julio y la investidura de esta semana hay que registrar además otro revés para la extrema derecha europea: la derrota en Polonia del PiS (Ley y Justicia), que fue el más votado en las elecciones de octubre, pero no cuenta con mayoría para formar Gobierno. Ha empezado a cambiar el color político del mapa continental, que cuenta todavía con la derecha ultra en los Ejecutivos de Italia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Finlandia y Suecia, pero estará ausente en los de dos países de peso en las instituciones comunitarias como Polonia y España. Es un severo contratiempo para los dirigentes del Partido Popular Europeo y, especialmente, para su presidente, Manfred Weber, que aspira a conformar una Comisión con una mayoría compuesta por la derecha y la extrema derecha después de las elecciones europeas de junio próximo.

No es, sin embargo, solo una cuestión de color partidista en la distribución de cargos, sino de orientación de las políticas. Una Unión Europea inclinada hacia la derecha soberanista —y antieuropeísta— significa menos iniciativas verdes, políticas de inmigración más severas y una atención más relajada a la justicia fiscal, social y de género. En definitiva, una UE más intergubernamental y menos integrada y solidaria. Si además entra en crisis la relación transatlántica por una victoria de Donald Trump dentro de un año, tampoco será una Europa derechizada y lastrada por los nacionalismos populistas y xenófobos la mejor situada para afrontar en solitario los desafíos que plantean las guerras de Ucrania y Gaza.

Por eso, sería también necesario que, desde la orilla nacionalista opuesta al PP, pero en el mismo espectro ideológico, un partido como Junts abandonase el rigorismo procesista que le llevó a caer electoralmente hasta convertirse en la quinta fuerza en Cataluña y se abriera al espacio de pragmatismo y moderación que quedó vacío en la derecha catalana con la desaparición en octubre pasado del PDeCAT, heredero de CiU.

Si hay, pues, un enigma por resolver como resultado de la larga conformación de la mayoría de gobierno en España es el del comportamiento de la derecha ante la complejidad de un futuro condicionado por la radicalización del electorado al hilo de la inmigración, la desigualdad y las guerras culturales. ¿Triunfarán los cinturones sanitarios al extremismo que ha venido propugnando el liberal Donald Tusk, próximo primer ministro de Polonia, o será Weber, padrino del PP español en su alianza con Vox, quien imponga su agenda?

Todo lo que favorezca el regreso de los conservadores españoles a la línea más centrista será una buena noticia para la democracia y para Europa. También y sobre todo para España, necesitada de políticas para la convivencia y la reconciliación. A ellas debe contribuir por supuesto Pedro Sánchez desde el sentido de Estado al que le obliga la victoria en su investidura.

EL PAIS

 

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