La clave esencial de la semana que ha pasado la ha dado la exministra Pilar Llop que, en su discurso de entrega de maletín como responsable de Justicia, ha declarado que “en los sitios hay que saber estar, pero sobre todo hay que saber irse”.

Efectivamente, ese es uno de los problemas de España y, particularmente, de la nueva clase política que venía a tomar los cielos por asalto: la confusión que tienen entre un cargo público y un sueldo Nescafé para toda la vida.  Me refiero en concreto a Irene Montero y a Ione Belarra, las dirigentes podemitas que han utilizado la toma de posesión de sus sucesores como espacio para la vendetta contra el mundo posicionándose como mártires  de algo, sin darse cuenta de que son ellas las principales culpables del daño que se ha hecho a las mujeres por su pertinaz soberbia irresponsable.

Ahora ha quedado claro que Pedro Sánchez se equivocó escogiendo bando cuando eligió mantener a Irene Montero porque supuso la abdicación del discurso feminista verdadero que representan con dignidad y coherencia figuras indiscutibles como Carmen Calvo, y eso le ha costado muchos votos en las últimas elecciones.

Otra cosa es que se haya dado cuenta. Llegados a este punto, los hechos dirán si resulta un acierto el nombramiento de Ana Redondo como nueva Ministra de Igualdad; por eso no fue de recibo el discurso de Montero y Belarra que debieron, siquiera por respeto, dejar un margen antes de empezar esas guerras fratricidas tan habituales dentro clan que lidera Pablo Iglesias desde las sombras.  Porque aquí el busilis del asunto es que el nuevo Consejo de Ministros (y Ministras) tiene al rival enfrente, como es natural, pero al enemigo justo a su espalda. Y esto, cuando se tratan temas tan serios como la igualdad o la violencia machista, se antoja muy peligroso.

España lleva este año 52 mujeres asesinadas que son una losa de amargura sobre la conciencia de la gente de bien. Un tercio de ellas, tal y como explicaba la subdelegada del Gobierno Inmaculada López Calahorro en el acto del 25N, brutalmente asesinadas en Andalucía. La lacra del machismo, la perversidad del sistema (sustentado durante la legislatura anterior por el fundamentalismo obtuso de Montero, Belarra y adláteres) demuestran que hay que hacer una pedagogía clara de lo que implica ser feminista, que nunca fue la confrontación ni el odio sistemático al varón, sino el repudio a la alienación histórica de las mujeres.

El final de la cadena de terror ya se sabe que es el asesinato, pero, en medio, existe una variada gama de posibilidades que van desde el acoso o el maltrato psicológico –muchas veces, una perversamente refinada estrategia de sometimiento- hasta alcanzar los golpes como preludio del final, que es silencio y muerte. Para tratar de erradicar tanta angustia es urgente recobrar la unidad institucional y destinar más medios públicos a proteger a las víctimas de sus verdugos. Pero también demostrar que el feminismo hace mucho que dejó de ser asunto exclusivo de mujeres para convertirse en una necesidad colectiva que nos obliga a desmantelar las estructuras de poder mantenedoras de arquetipos desfasados. Frente a una minoría anacrónica que niega la realidad, quienes se manifestaron el sábado son la esperanza del futuro, personas coherentes que defienden la libertad y la igualdad como motores de transformación social.

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