«A MI AMIGO JORGE RAMAL» por Mariano Poyatos Augustín
Aprovechando que mi Carmen tiene unos minutos de descanso en la asignatura de programación, me entró el impulso de recordar a mi amigo cuando distribuía los artículos.
Una vez yo intenté ayudarle en la tienda y él me dejaba hacer, me interesaba poner delante los chocolates con almendra, creo que se venden más, él, no muy lejos, colocaba los batidos de vainilla… Al final del pasillo, se me acercó un joven del que Jorge no se había percatado:
-Tú, sí me recuerdas, aunque hayan pasado muchos años, sucedió por Alomartes, la furgoneta abría las puertas hacia delante, era algo traicionera-.
En una casa del barrio de Santa Adela, un hombre desesperado se revolcaba en el suelo por la falta de su hermano, mientras un niño miraba impotente. La verdura tampoco pudo llegar a su destino aunque el joven era brillante como un reloj. Pasado el tiempo, en el cruce del Ventorrillo, a un ciclomotor le faltaron las fuerzas. La noche era muy fría y por la calle de las Esperillas subía un hombre con su hijo adolescente y a la altura de una casa de dos hojas se atrevió a llamar con cierta timidez. Alguien abrió, el hombre sin pronunciar palabra, se quitó el sombrero:
-¡Por Dios, Antonio, dime que no es verdad, por Dios, dinos que no es Paco, porque él ha salido hace un ratito para el turno de la fábrica!-.
Las estanterías llenas de golosinas daban un colorido especial a la tienda, Jorge tenía arte, todo el arte del mundo para maridar una botella de vino blanco con otra de Rioja, sin que discutieran entre ellas.
Hace muchísimo tiempo, sería difícil de contar, tanto que solo está autorizado para describirlo un ciego nacido en Atarfe, que no conoce de tendencias ni de colores porque no los ve.
A veces, en el Corralón, cuando se escuchaba la enorme puerta sonar con sus golpes secos, las mujeres se recogían y temblaban como un telar árabe.