El texto fundacional de la democracia española actual ha resistido 45 años incluso al asedio de quienes dicen defenderlo.

España es una democracia en la que cada aniversario de la Constitución de 1978, como el que se conmemora hoy, invita a una discusión nacional sobre sus virtudes, carencias y posibilidades de reforma. Esa debería ser prueba suficiente de que nuestro sistema político, un éxito histórico que ha demostrado una fortaleza formidable en estos 45 años, tiene asignaturas pendientes sobre las que hay un amplio, y por ahora teórico, consenso social y político. Algunas de esas reformas corregirían anacronismos palmarios como la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono. Otras subsanarían defectos como la ineficacia del Senado como cámara de representación territorial. Otras eran inimaginables hace cuatro décadas, como la necesidad de articular derechos y deberes medioambientales y digitales. Todas tienen algo en común: nunca se han puesto a prueba en el Congreso de los Diputados.

‌La Constitución no es un evangelio. Fue hecha por hombres —literalmente: en los debates solo participó una mujer— con un bagaje histórico muy concreto, marcado por la Guerra Civil, el franquismo y el miedo a la inestabilidad. Sus lagunas se pueden cuestionar sin deslegitimarla. Fue un pacto de futuro en el que todos los implicados cedieron cosas que parecían impensables. Recordarlo no es un ejercicio melancólico, sino de responsabilidad. Para la mayoría de los que la votaron aquel 6 de diciembre representaba lo máximo a lo que podían aspirar. Para sus nietos no puede representar lo mismo. La mejor defensa que se puede hacer de ella es mantener viva la crítica y el reclamo para su reforma, huyendo de un inmovilismo que podría desconectarla poco a poco de la España del siglo XXI. El acuerdo encaminado a eliminar el término “disminuidos” para referirse a las personas con discapacidad —que decayó con la disolución de las Cortes y se debe retomar urgentemente— fue una demostración de altura de miras que se puede extender a otras cuestiones. Tómese como precedente, no como anécdota, para reclamar más ambición.

‌Cualquier reforma de calado, sin embargo, ha sido aparcada por los actuales líderes políticos, aunque todos estén de acuerdo en su necesidad. La polarización ideológica hace hoy imposible que los partidos mayoritarios puedan presentarse ante la ciudadanía defendiendo conjuntamente reformas razonables. La prudencia expresada por los constituyentes al exigir un procedimiento complejo para decidir aspectos troncales se ha convertido de facto en un cerrojo para las generaciones futuras. Es responsabilidad de los líderes evitar que ese cerrojo genere desafección.

‌Este 6 de diciembre sirve para señalar que esa polarización llega al corazón de la democracia, la propia Constitución, cuando esta se utiliza sistemáticamente para dar cobertura a posiciones partidistas. Acusar al adversario político de anticonstitucional, como están haciendo las derechas, para arrogarse el papel de constitucionalista es en sí mismo síntoma de falta de argumentos y una desmoralizante degradación de la propia Ley Fundamental, reducida así a los límites ideológicos de cada cual. Esta Constitución sigue siendo la misma que resistió al terrorismo, a un intento de golpe de Estado, a varias crisis económicas y a un intento de secesión, además de permitir 15 elecciones generales en paz. El ardor supuestamente constitucionalista que transmite a la ciudadanía un peligro inminente para nuestro Estado de derecho es inversamente proporcional al respeto por el pluralismo político de España, las instituciones y los procesos que han garantizado estos 45 años, precisamente el legado que hoy queremos conmemorar.

EL PAIS

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