«El brasero de picón» por Andres Cárdenas
El otro día me di cuenta donde estaba la felicidad: en jugar a las cartas un día lluvioso en una mesa camilla con brasero de picón.
Fue en un bar del núcleo malagueño Cuevas del Becerro. Yo iba hacia Ronda cuando me paré en ese pueblo a llenar el depósito y vaciar la vejiga. Entré en un pequeño bar que hay al lado de la carretera y vi a cuatro jubilados sentados en una mesa camilla jugando a la ronda. Afuera hacía frío y había empezado a llover. Los jubilados veían la lluvia a través de los cristales y soportaban el ruido de la televisión: cuatro tertulianos debatían, cómo no, sobre el tema del independentismo de Cataluña. Uno de los jubilados alzó la voz para decirle al camarero:
-¡Manolo! ¡Apaga la tele que ya estamos hartos de oír hablar del ‘Puchdemón’ ese! Además, no me concentro.
El camarero salió detrás del mostrador y apagó la tele. ¡Cuánto hubiera yo dado por estar en ese momento en el cuerpo de aquellos jubilados que jugaban a la ronda sin importarle las interferencias que vienen de fuera!
Luego me puse a charlar con el tal Manolo. Le dije que sería de los pocos sitios de España donde aún utilizan el brasero de picón.
-¡Puf! ¡No varía ná! Calienta más que el eléctrico y además es más barato.
Cuando el camarero se volvió a atender a otros clientes mi mente se sumergió en la laguna donde aún sobreviven los recuerdos de la infancia. Y entonces me acordé de Paco, el piconero de mi pueblo, con su rostro siempre ennegrecido, que surtía de picón a todas las vecinas de mi calle. Y de mi madre tratando de encender el brasero aventándolo por medio de un trozo de cartón o una manopla de espadaña y removiendo el cisco del carbón con el badil. Y de mi hermana que se metía entre las medias unos cartones para que el calor del brasero no le provocara cabrillas en las piernas. Y de mi vecino Pedro, que se quedó dormido y murió atufado por la mala combustión de un tizón. Y de mi vecina Ramona, que le echaba al brasero unas cáscaras de naranja para eliminar los tufos y los malos olores que provocaban la combustión. En aquellos braseros de picón se secaba la ropa en una alambrada que se ponía por encima y que impedía que se prendiese algo. Y sobre aquellos braseros se debatía todo lo que se tenía que debatir en una familia mientras en la radio ponían un serial o emitían el parte.
En ese trance nostálgico estaba cuando vi que uno de los jubilados se levantaba de la mesa y se dirigía al exterior. Dijo que se tenía que ir porque iba a recoger a su nieto de la guardería. Entonces yo me hice el remolón por alrededor de la mesa con la única intención de comprobar si aquella partida se quedaba coja al faltarle un cuarto jugador.
-¡Vaya! Pues se ha fastidiao la partida -dijo uno.
Entonces yo me ofrecí para ocupar el puesto del desertor.
-¿Sabe usted jugar a la ronda?
-Claro que sí.
En aquel rato que estuve jugado me di cuenta, como digo, dónde está la felicidad. También me di cuenta de lo que cuesta una ronda de cervezas, pues perdí la partida. Y al escribir este artículo me he dado cuenta de lo polisémica que pueden llegar a ser algunas palabras: Cuando iba a Ronda, jugué a la ronda y pagué una ronda. Cierto como la vida misma.
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