Soñar es pensar que el espejo no se rompe nunca, que la infancia no se borra, que la juventud es eterna o que la vida es un mar sereno con una paz de gaviotas y veleros en el horizonte. Pero es que vivir es una cosa seria y el tiempo pasa sin darnos cuenta; y aunque debiera ser un río de aventuras que van y vienen, sin saber cómo siempre se acaba por retornar a los lugares donde se ha querido mucho, a pesar de que nos avisara de lo poco conveniente que resulta hacerlo aquel poeta eficaz que fue Jaime Sabines.

Se canta lo que se pierde y tal vez se escribe también lo que se pierde que es lo mismo a veces que lo que se quisiera tener. De esto sabían mucho Virginia Woolf o Mary Shelley, cada una en su contexto y en su lugar de lucha y resistencia. Contra el mundo, contra las circunstancias, contra ese no comprender las razones del argumentario ajeno o, incluso, por momentos, contra uno mismo. Tanto da. Cuando se rasgan las certidumbres lo que va quedando y una tristeza limpia y serena habitando el cuerpo, apretando el alma; pero nos han enseñado que siempre hay que mantener la sonrisa frente a la sociedad que no trascienden esa primera capa de barniz.

Se trata, primordialmente, de no desbaratar el personaje que, imitando a los famosos del papel couché, algunas personas exponen en esas redes sociales. Hemos llegado a una época en que Instagram o Facebook son el ejemplo que muestran los patrones de conducta mostrando el falso triunfo frente al destino que es lo que ven y replican los jóvenes, con el peligro que eso conlleva. Y, entretanto, cada vez más gente va perdiendo la ilusión por construir su futuro verdadero, la pasión por disfrutar de los placeres auténticos que son ajenos a los coches de alta gama, los jets privados o a las ropas caras; se renuncia a la felicidad pequeña que sucede sorpresivamente con un atardecer, un abrazo, la sonrisa cómplice o una copa de vino.  

Esta sociedad nuestra centra los esfuerzos en seguir la estructura planeada que dicta la agenda del móvil y en no dar la más mínima opción a lo que cada cual quiere ser realmente. Basta mirar alrededor para darse cuenta de que, de la biografía de las personas normales, se va adueñando cada vez más la monotonía reduccionista, el conformismo, ese desencanto al que es fácil adaptarse. Y hay quien se obstina en perseverar y se va olvidando progresivamente de lo que objetivamente significaba vivir. Tal vez porque han sufrido muchos golpes vallejianos o bien porque ni ha pensado, entre tanta prisa autoimpuesta, sobre la utilidad de dialogar con eso que se llama conciencia para aprender a comprenderse y reaccionar. Todo lo que parece peligroso da miedo y, superados los treinta, plantearse cambios alterando lo que estaba previsto produce pánico cuando supone alejarse de la zona de confort de lo conocido. Hemos aceptado que la herida puede convertirse también en un espacio habitable porque parece menos dolorosa que hacerse preguntas, arriesgarse a emprender caminos distintos o dar una oportunidad a lo inesperado. Nadie debiera querer sobrevivir en una jaula de cristal cuando puede elegir ser golondrina surcando libre los vientos. Y, sin embargo, esto sucede, señores, y yo debo contarlo.

FOTO: https://www.artechdigital.net/redes-sociales-en-los-jovenes/

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