«La chica que nunca ríe» por Victor Rajoy
A quien nunca ríe
«Perdonadme, señores, pero me urge llorar» Rafael Alberti
La chica que nunca ríe, tiene los ojos grandes y las pestañas inmensas como barcos. La chica que nunca ríe se asoma despacio al mundo como pidiendo perdón y el mundo le concede todo el tiempo que el mundo tiene porque la chica que nunca ríe es bella. A la chica que nunca ríe le asustan los ríos y las rosas y le asusta tener que decir adiós, o mucho peor, le asusta decir ayúdame. La chica que nunca ríe tampoco habla y cuando lo hace sólo escucha.
Me da pena pensar que no se atreve a mirarse en los espejos y que le aterra amanecer con el vientre húmedo. A veces la chica que nunca ríe llora en los servicios o llora mientras duerme o grita desesperadamente tapándose con la almohada. Simplemente la chica que nunca ríe es bella.
Todo esto lo sé porque la he visto, la observo despacio durante toda una vida y conozco bien sus rincones y poco de sus secretos. Cada mañana sale de su casa a eso de las seis y coge el primer autobús que para frente a su puerta. Trabaja en un bar de siete a tres y saluda siempre cuando llega con gesto de ser feliz pero nunca con una sonrisa, siempre con una mirada equivocada como de no querer importunar. Todo el tiempo anda haciendo cosas y se mueve entre las mesas con soltura, como si volara. Los demás la ven y quedan fascinados por su manera de servir el café, con dos azucarillos por favor, y le dan las gracias seguramente esperando una breve sonrisa en su cara, pero eso nunca, ella nunca ríe.
Cuando termina en el bar va andando hasta su casa, en el camino se sienta en un parque y se queda largas horas mirando a las palomas picar la tierra o los abuelos sentados cuidando de los nietos pero sobre todo, aunque no me lo ha dicho nunca, siempre espera ver a alguna pareja en el parque diciéndose mentiras al oído o besándose o buscando algún motivo para hacer el amor. Disfruta, aunque no me lo ha dicho nunca, porque piensa que el amor debe de ser bonito, y cree que algún día será ella la que esté sentada en el parque con alguien al lado que la bese o le hable de algo que apenas importe o simplemente le coja la mano y le cuente al oído lo bella que está hoy con ese vestido.
Todo es así siempre y así debería seguir, pero un día cambió algo, mientras estaba en el parque sentada me acerque a su lado y le cogí de la mano. Ella me conocía desde hacía bastante tiempo y no le sorprendió verme llegar. Aquel día iba con una resolución firme, con una cabezonada que hacía bastante tiempo que me rondaba, quería que empezara a reir, quería que saludara a la vida y aprendiera a disfrutar de todo lo que ella merecía.
Le hablé despacio, para intentar camuflar todo el miedo y los nervios que me recorrían de arriba a abajo, le hablé de Italia y de un doctor que había en Roma que era capaz de curar la tristeza. Le conté que ya tenía los billetes para salir esa misma noche y que teníamos cita con él a la mañana siguiente, que había estudiado su caso y que daba muchas posibilidades de cura. Ella me miraba sin mover ni una pestaña, como siempre que le hablaba ella sólo escuchaba. Al final sin decir una palabra hizo un gesto con la cabeza como dándole igual y se quedó mirando al cielo esperando quizá algún consejo del de arriba, como siempre el de arriba tampoco habló.
Quedé con ella a última hora de la tarde, en la puerta de su casa y callada afirmó con la cabeza y se levantó para volver a su casa. El viaje fue rápido, ella en el avión se sentó en la parte de la ventanilla y se quedó dormida mirando las nubes, seguramente deseando abrir el cristal y tocarlas. Era fascinante verla dormida, oir su respiración pequeña, sentir su brazo desnudo cerca del mío y esas ganas de acariciarle la cara y de decirle al oído lo bella que estaba con ese vestido.
Por la mañana despertó temprano y cuando bajé al recibidor del hotel ella ya me esperaba. Andando fuimos hasta la clínica y después de esperar unos minutos el doctor nos hizo pasar a la consulta. Toda la consulta estaba pintada de colores alegres, daba sensación de descanso, de relajación y paz interior, también acompañaba la voz casi susurrante del doctor que nos ofrecía unas cómodas butacas donde sentarnos.
Antes de empezar se dirigió hasta un mueble que tenía a sus espaldas y puso música, una música como de selva, de agua que se derramaba por los altavoces, de pájaros que suspiraban sus trinos en mitad de la nada. Aunque no me lo ha dicho nunca, sé que ella sentía miedo, miedo y a la vez nerviosismo por lo que podía sufrir en ese cambio, por la manera de llevar una vida distinta después de salir de allí con otro gesto en la cara
. Cuando todo estaba preparado, el doctor se acercó hasta ella, la tumbo en la butaca y le habló al oído, tan despacio, que yo casi no escuchaba. Le habló de ella, de esa manera linda que tenía de mover los ojos cuando escuchaba. Le hablo de lo cerca que estaba la primavera con su rojo y su verde y su amarillo. Le habló de los niños y esa dulzura en su gesto cuando ríen. Le hablo de las embarazadas y su divina cárcel de piel y huesos. Le habló de las playas y los océanos y de sus grupos de olas y su viento y sus barcos que llegan. Le habló de la gente que se saluda y vuelve, que se abraza y se retuerce de amor por la noche. Le habló del bosque con sus parejas de noche y sus besos al aire. Y le habló de manos que se estrechan y bocas que se juntan y ombligos que se acercan y nunca más se separan.
Estuvo como media hora hablándole de la vida y sus milagros. Ella como único gesto, después de varios minutos esperando contestación, sólo cerró los ojos, agacho la cabeza y salió despacio de la consulta.
El doctor me miró, negó con la cabeza y me acompañó hasta la puerta.
El viaje de vuelta fue interminable. Ella por supuesto no habló, yo tampoco. La acompañé hasta su casa y le dejé las maletas encima de la cama. Cuando fui a despedirme se abrazó a mi. LLorando pidió perdón. Le sequé las lágrimas con los dedos y me acerqué hasta ella y la besé. Le besé los ojos todavía húmedos, las mejillas todavía húmedas, los labios todavía tristes. Le repartí millones de besos por todo el cuerpo y desde entonces yo tampoco he vuelto a reir, no sé si quiero.
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FOTO: Noche repleta de ojos (M. Carini)466