21 noviembre 2024

En 2009 tuve un temerario atrevimiento: llevaba tiempo queriendo reescribir, a la manera de un ejercicio de estilo, una versión del mejor cuento de Cortázar: La noche boca arriba. Me conformaba con un resultado aceptable, pues eso de jugar con un texto del gran Cronopio era un atrevimiento desvergonzado. Resultó el cuento que aparece a continuación, que le dediqué a Francisco Gil Craviotto

AUTO DE FE (27/01/09)

Sabe cuál va ser su final. Su dolorido cuerpo le recuerda todos y cada uno de los golpes recibidos, cada castigo infligido, cada punzada en su piel. Le recuerda cómo empezó todo. Cómo jugaba con él durante su niñez. ¡Su inseparable compañero, su igual de tanto tiempo! Y ahora… ahora su perseguidor, su verdugo. Habían pasado juntos la ceremonia iniciática de la caza y se conviertieron en adultos a la vez. Ganaron prestigio como guerreros y cazadores siempre juntos y tomaron esposas en la misma época. Eran importantes en el clan, tal vez llegarían a ser líderes de aquel grupo.
Recuerda cómo aquella noche del rayo todo cambió. El clan se desplazaba en busca de caza y les sorprendió una terrible tormenta. Los truenos eran ensordecedores, los rayos y relámpagos iluminaban la vasta extensión de la pradera. Se guarecieron en unas rocas, acosados por la lluvia, el viento y el frío. El miedo sobrecogía sus almas. Las hembras y los cachorros lloraban apretándose entre sí. Un rayo cayó junto a ellos, olor a fuego, ruido atronador, luz cegadora y pánico, incluso entre los guerreros más valientes. Y el nunca visto gesto adusto de su compañero.
 
A partir de ese momento, su amigo empezó a decirse conocedor de la verdad revelada. Una criatura todopoderosa, una nueva divinidad recién advertida, le decía en sueños, en la disposición de las nubes o en las mil formas del humo, del agua o del fuego, lo que estaba bien y lo que debía evitarse. Lo que gustaba o no al dios. Lo bueno y lo malo para el clan. Había dejado de ser un guerrero para inventarse una nueva clase sacerdotal, conocedora de la voluntad del todopoderoso. Ahora era un ser especial, un intermediario con su dios. Era toda una nueva clase de poder espiritual que no necesitaba armas, sino habilidad para convencer.
 
Y aquel guerrero, siempre su compañero hasta entonces, se revistió de ese poder que los distanció. Cada vez que comunicaba al clan alguno de los designios del dios ganaba en prestigio. Cuánto más crueles fueran aquellos designios divinos, cuanto más incomprensibles, despiadados y absurdos, su amigo se iba consolidando más y más como líder espiritual, como ser excepcional dotado por su dios de una capacidad especial, temida y venerada hasta el fanatismo, estúpidamente consagrada por el clan. Ese arbitrario sacerdocio consagraba a su amigo, al tiempo que los distanciaba cada vez más. Ya no se reconocían como los buenos amigos de siempre y cada uno rechazaba el sentido crítico que adivinaba en el otro, cambiando la camaradería por un oculto rencor, por una tácita censura.
 
Y llegó el día en que el sacerdote lo acusó de herético por las muestras de escepticismo y el distanciamiento. Y el clan dio la razón al sacerdote. Ahora era un maldito y su prestigio de guerrero valiente, de cazador eficaz, de verdadero benefactor del clan… se esfumó en medio de la sospecha, del descrédito, del rechazo por parte de los suyos. Sus mujeres lo rechazaban y le apartaban a sus hijos, sus compañeros le volvían la espalda y no lo querían al lado en las batidas contra las fieras, en las partidas de caza.
 
Y un día, el sacerdote acordó que debía ser sacrificado para que el dios les fuera propicio. Y fue pintado con las pinturas rituales, ungido con resinas y fragantes aceites, despojado de sus abalorios y adormecido con la bebida de los elegidos. Sólo se despertó cuando le acercaron un tizón encendido a la cara, para cegar definitivamente sus ojos, para que no pudiera ver el rostro de cada uno de los guerreros que iban a ir asestándole un golpe, un pinchazo, un escupitajo, un último escarnio entre dolores insoportables e inexplicables culpabilidades. Ahora, a punto de morir, con todos sus huesos quebrantados, sus ojos cegados, su cuerpo roto, sabe el final. Muy pronto será tendido en la pira y, antes de encender la leña, su amigo le hundirá el cuchillo de piedra en el corazón. Lo sabe. Empieza a oler el fuego que alguien está acercando y siente que ese dios que exige su muerte sólo es un invento hecho a la imagen y semejanza de las ambiciones, de los miedos, de la crueldad de su antiguo amigo. De sus miserias, en definitiva. Empieza a sentir el fuego a su alrededor, la angustia le hace presentir el inmediato final…
 
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Fray Juan se despierta sobresaltado, sudoroso. No sabe cuánto tiempo ha estado durmiendo, cuándo empezó su extraña, dolorosa pesadilla. Hace un intento de enderezar su cuerpo, pero el dolor se lo impide. Un dolor que le aclara su terrible verdad. Que le sorprende al ver el extraño paralelismo entre la pesadilla que acaba de tener y su realidad. Él, un monje dominico, ambicioso, brillante, que había estado en las recién descubiertas Indias, que había visto imparable su camino hacia Roma, que había llevado a tanta gente a la hoguera en su calidad de Inquisidor… él, a su vez, había sido acusado de herético y había sido torturado. Como el salvaje de su pesadilla, también sabía cómo iba a acabar su castigo. También había sido cegado y recibido miles de golpes. También sabía que iba a terminar en la hoguera. También veía el absurdo de un dios cruel inventado según las peores obsesiones del triste ser humano. También sentía en sus carnes el fuego de la hoguera. También iba a morir. Iba a morir en un instante, sin llegar nunca a saber si el desgarrador grito que se oía procedía de su garganta o de su pesadilla.