23 noviembre 2024

En el silencio de la noche, cuando la oscuridad acecha en las esquinas y se corta el miedo con un cuchillo, las explosiones no cesan.

Caen las bombas con la precisión milimétrica de quien busca el lugar exacto del mayor dolor, la destrucción inmensa que provoque el terror absoluto de quien ve a la muerte cara a cara y se salva -cuando se salva- por un golpe de la fortuna. Y ya se sabe que la fortuna rara vez te acaricia la cara dos veces. En las zonas en conflicto armado la vida de una persona no vale nada, es sólo un número incluido en una lista para que, al día siguiente, el vencedor pueda presumir de su fortaleza cuando los periódicos y los telediarios nos traen el parte al salón de nuestra casa, tan confortable, tan dorada de sol por la primavera.  

Es curioso darse cuenta de cómo los que ordenan lo que ha de suceder atrincherados detrás de mesas de caoba en palacios alejados del terror no se inmutan ante tanta sangre derramada, ante el sufrimiento inabarcable, ante la inmensidad del drama. Para quienes deciden los tiempos desde lugares alejados donde no alcanza el silbido de las balas, el atronador trueno de los obuses o las ráfagas de las metralletas, el terror hace mucho que dejó, incluso, de ser un asunto ideológico para convertirse en una forma de dominio económico o geoestratégico; en una fiesta que pagan los demás -precisamente esos que pronto se convertirán en un rostro que desvaído en una foto de familia rota- a mayor gloria de un tipo trajeado que jamás ha pisado esos territorios.

Es una cuestión de beneficios y, en esta época, las conflagraciones son un negocio lucrativo y, a la vez, una forma de desviar la atención de otros problemas que preocupan a la ciudadanía de esto que se ha dado en llamar el primer mundo. No son ni siquiera en primera instancia por venganza, por odio, por las más oscuras pasiones humanas que se usan para exacerbar los ánimos de quienes están en primera línea de fuego dispuestos a asesinar, locos rabiosos fascinados con el sufrimiento ajeno.

El fin último es la ambición. Por eso se eternizan y los meses se convierten en años de aniquilación del otro; del hombre que nunca cogió un fusil y ahora huye sin saber adónde con el horror dibujado en los ojos, de las mujeres que llevan en brazos a sus hijos buscando una salida al infierno que, como aquel futuro que imaginaron, ya no existe. Se lo han dinamitado con bombas de racimo y a nadie le preocupa demasiado más allá de los brindis al sol para acallar mínimamente las conciencias, con esas conversaciones de las que nada nuevo sale salvo la palabra de que seguirán hablando.

Qué lejos nos pilla el sufrimiento de estas gentes que visten ropas hechas harapos, de los niños pequeños con el pelo alborotado y la carita sucia cargada de sueño y susto, de los ancianos desolados, intentado encontrar en la grisura azul del cielo una justificación al absurdo de las masacres. Pero no existe porque, como avisaba Sartre, cuando los ricos entran en combate, los que mueren son los pobres y es verdad. El beneficio del crimen es exclusivamente para los desalmados. Todos los demás, aunque no nos demos cuenta, hemos perdido otra guerra.