Lo que pasa en este país es que, en los últimos años, hemos cambiado a los estadistas que gestionaban la cosa pública por unos señores disfrazados que son los que actualmente lideran los partidos.

La política ha dejado de ser un arte para convertirse en un cachondeo, en una cosa vulgar y zafia en la que unos individuos vestidos de adultos se pelean con el mismo argumentario que unos adolescentes de hormonas descontroladas. Lo cual que, ahora, las declaraciones y los modos de proceder de quienes teóricamente nos representan parecen una sátira publicada por ‘El Jueves’, ‘El Mundo today’ o similar transmutados en eficaces oráculos que predicen los acontecimientos. Es decir, el perpetuo barullo incoherente; porque quienes ostentan el poder han hecho buena aquella viñeta de ‘Hermano Lobo’ donde un tipo de gris daba al pueblo la opción de escoger entre su gestión y el caos.

Cuando el pueblo soberano escogía el caos, les informaba de que no había problema porque ellos eran también el caos. A quien le cueste creerlo le bastará darse una vuelta por los titulares de prensa a ver cómo se explica que, cuando el parlamento español reconoce oficialmente al Estado palestino, vaya un líder de la oposición patria a hacerse una foto con el presidente israelí Netanyahu y expresarle su apoyo; o si se puede razonar que Puigdemont y sus huestes nacionalistas, tras lograr una amnistía de delitos penales por vía política, amenacen al gobierno de Sánchez con dejarlo caer si no permite que ‘el fugado’ sea el nuevo presidente de Cataluña.  Y no vamos a mencionar que Pedro Sánchez haya estado cinco días pensándose si se quedaba o se iba ni que Feijóo resitúe el Mediterráneo en Huelva o no sepa siquiera cómo se llaman los responsables autonómicos de su propio partido.

Por este camino, en el Debate del Estado de la Nación, los turnos de palabra los va a tener que dar un humorista, por aquello de aportarle el tono jocoso que merece lo que nos está pasando. La clave reside en que durante las últimas dos décadas no se ha hecho un relevo generacional coherente en los partidos y, de aquellos polvos internos donde parece evidente que no se escogió a los mejores para ejercer un liderazgo, estos lodos que han transformado en una ciénaga las aperturas de los telediarios.

¿Qué fue del carisma, del talento, de la inteligencia sutil y de la voluntad de consenso? Pues que han sido sustituidas por la soberbia, el insulto, la falta de respeto institucional y la incapacidad manifiesta para representar algo que no sea su propio interés de vivir a costa del sudor ajeno. Por eso, la España que madruga, la gente que tiene problemas para llegar a fin de mes trabajando de sol a sol y escucha tanta tontería incoherente ha pasado de la pesadumbre a la desafección. La ciudadanía se va cansando de ver cómo las ideologías se adaptan a los intereses del cabecilla transitorio, de cómo los partidos se vacían de contenido y malbaratan su dignidad para mayor gloria de los que disponen en un momento concreto.  Es el paso de la política verdadera con vocación de servicio a la lítica-espectáculo, una lucha de egos en un universo inestable en el que bastaría encender una cerilla más para hacer saltar el Estado del Bienestar por los aires.

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