Puta, sí, pero muy piadosa
Doña Isabel Segunda, Reina Emérita por la Gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía Española, al muy Reverendo en Cristo, Padre Cardenal Joaquín Pecci:
Muy caro y amado amigo mío:
En estos días desdichados, desde mi exilio en París, he meditado mucho sobre mi actuación como Reina, he pensado en Vos y echado de menos los muchos y buenos consejos recibidos en el pasado. Quién sabe si, de haber recurrido más a su Reverencia, los acontecimientos no hubieran sucedido como lo han hecho, y mi destino y el de los españoles hubieran sido distintos.
El motivo de esta mi epístola no es otro que confesar ante Vos algunos de mis numerosos pecados, serenar mi conciencia, tan agitada en estos días, y esperar el perdón y la indulgencia. Ruego tenga a bien leer estas meditaciones y rogar por mi alma ante Dios Todopoderoso.
Tuve una infancia difícil, desatendida y solitaria, pero cuando mi vida empezó a ser desgraciada de verdad fue el día en que me obligaron a casarme con Francisco de Asís de Borbón, atendiendo a criterios políticos y dinásticos. Era conocida la condición homosexual de mi pretendiente. Ni mis llantos ni mis amenazas de ingresar en un convento sirvieron para disuadir a mi madre María Cristina y a sus aliadas monarquías europeas. Me casé, en ceremonia conjunta junto con mi hermana menor Luisa Fernanda, el 10 de octubre de 1846 en un salón del Palacio Real. Yo tenía dieciséis años; ella catorce. Desde la primera noche confirmé mis temores con respecto a Francisco de Asís, pese a que consumamos el matrimonio. Su poco ardor, unido a la enfermedad de su miembro viril (el orificio de salida no estaba en la punta), me revelaban que, con él, no tendría los goces del amor y me sería casi imposible ser madre. Pronto dejamos de compartir la cámara real, él se marchó a El Pardo, e hicimos vidas separadas.
Al principio no soportaba la condición afeminada de mi marido, incluso me volvía celosa cuando me informaban de sus devaneos con tal o cual mariquita de la Corte. Muchas veces eran rumores falsos que buscaban herirme. Pero una vez supe que mantenía una relación estable con el barítono Salustiano Guevara. Lo mandé llamar discretamente y le ordené que me informara de cuándo volverían a verse en el Pardo. Yo había urdido un plan para abochornar a mi esposo. Entraría de incógnito al Palacio, acompañada por mi Mayordomo Mayor, él tenía las llaves apropiadas, y esperaría en el salón. Cuando el rey estuviera dormido, Guevara saldría de la alcoba, bajaría al salón, lo recibiríamos y yo subiría sigilosamente a sustituirle. El cantante se negó a hacer lo que le pedía, pero enseguida le convencí, amenazándolo con sacarlo del elenco del Teatro Real. Naturalmente, le prohibí que informara al Rey de nuestra conversación. Me reveló que se verían dos días después.
Todo fue como había planeado. Cuando apareció Guevara, subí las escaleras, entré en el aposento, me desvestí en la oscuridad y me metí en el lecho. Francisco de Asís roncaba plácidamente después del ejercicio practicado. Estuve muchos minutos en silencio, sin moverme, oyendo su respiración. Luego me apretujé contra él, acariciándolo lascivamente. Fue despertando, recuperando su vigor perdido, creyendo que era Salustiano quien le requería. Respondió a mis caricias. Cuando percibió mis mamas dio un grito, saltó de la cama, fue a un rincón, encendió un candil, volvió, me reconoció y exclamó: «¡Vos! ¿Qué hacéis aquí?». No recuerdo bien lo que respondí, algo así como «Quería comprobar por mí misma los rumores de la Corte…». Se enfureció, soltó el candil en el suelo, se abalanzó, se sentó sobre mí y empezó a abofetearme. Figúrese, la Reina siendo golpeada por el Rey consorte. Cuando se cansó de hacerlo, mientras yo lloraba intensamente, me agarró, me abrazó, me mordió, me besó y me penetró varias veces violentamente. Yo estaba atónita, no esperaba ese ataque de fogosidad lasciva, nunca se había comportado así conmigo. Luego estuvimos quietos unos minutos, jadeando, recuperándonos del envite. Después se levantó, se vistió y salió de la alcoba. Nunca más nos acostamos juntos ni hablamos del incidente, del que nadie sabe nada, solo Vos.
A las pocas semanas del suceso supe que estaba en gestación. Desgraciadamente, un aborto impidió el nacimiento del que iba a ser mi primer hijo, Luis Fernando. Yo quería alumbrar un varón para asegurar mi línea sucesoria a la Corona. Para conseguirlo tuve que recurrir a muchos amantes, sí, ni yo misma podría contarlos, una vida disoluta e inmoral (Pío IX me ha llamado «Puttana, sí; ma molto pía»), pero al final pude alumbrar doce criaturas, aunque siete fallecieron poco después de nacer; sin embargo, uno de mis hijos, Alfonso, será el Rey de España. La semana pasada renuncié a mis derechos dinásticos en su favor. El padre legal de todos mis hijos ha sido Francisco de Asís, él no ha tenido reparo alguno en aceptar la paternidad de los paridos, sin su participación, a cambio de recibir un millón de reales por cada uno. Ni yo misma sabría decir quiénes son los padres de los que viven; solo en el caso de Alfonso estoy segura de que su padre es Enrique Puig. Compartí cama exclusivamente con él durante muchos meses.
Si he tenido esta promiscuidad carnal no ha sido por vicio, sino porque necesitaba asegurar la estirpe borbónica. De no haberlo hecho, sería un hijo de mi hermana Luisa Fernanda quien pudiera heredar o quitarme la Corona. Mi propia madre María Cristina conspiró durante años para que así fuera. Pensaba que yo nunca iba a ser madre.
Y con esto, Muy Reverendo en Cristo Padre Cardenal Joaquín Pecci, muy caro y muy amigo nuestro, ruego que interceda por mí ante Dios y que Él conserve vuestra vida dilatados años. Dada en el Palacio de Castilla de París, a 27 de junio de 1870. Yo, la Reina Emérita.
Antonio Gómez Hueso
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