14 noviembre 2024

Creo que he perdido las llaves, con las prisas debo de haberlas dejado en algún lado. Ya no empujas y te encuentras la puerta abierta. Hubo un tiempo hace unos treinta años donde no había llaves, claro está, tampoco se tenia mucho que guardar, sobraba espacio y esperanza, todo lo demás aparecía y volaba con la misma rapidez que la imaginación y la fantasía creaba.

Treinta años no son nada, o algo así cantaba Gardel, pero no es cierto veinte o treinta años tienen un gran baúl donde meter todo lo que se puede, lo malo o lo bueno es que cuando se abre el olor a rancio te envuelve y yo a veces no se si me gusta o me duele el respirar el olor de los cardos que un día plagaban el Barrio de Santa Amalia, ni el vapor que por doquier emergía los inviernos por las grietas de la sierra.

Entonces mis ojos tenían el azul de la niñez. ¿Por qué quise hacerme mayor? ¿Por qué lo anhelaba? ¿Acaso el agua de las acequias en las que solías beber no era transparente?. Viví y soñé como supe. Recorrí las calles, desde el Barquillo hasta el camino de Albolote, vertí ilusiones y deseos.

Hoy, un día cualquiera, lamento no poder aportar nada, pero tampoco es mi intención, ni tampoco le he puesto nombre y forma a las figuras que intento recordar. Desde que comencé a juntar palabras no se porque causa en la memoria aparecen demasiadas nubes, es como si el paso de los días ocultase otros días y enmarañasen el tiempo.

Deseo hacer memoria de las historias, quiero llegar a un lugar y me pierdo por las calles, veo los rostros pero no los distingo. Quiero recordar lo que un día me prometí a mi mismo cumplir y ya no recuerdo. Quise ser y fui lo que la vida me dejó, luche por lo que quise ¡o no!, la duda entorpece y confunde. Qué fue del sabor, el olor y la esperanza de los niños de los sesenta, que lejos de la familia de la serie “Cuéntame”. ¿Cuánto barro cabe en la desilusión de un niño, y cuanta esperanza se desgasta en el deseo que nunca llega? Yo nací y viví en las Eras, yo forme parte de la legión de niños que le dieron contenido a sus días entre piedras y olivos, entre romanos e indios, entre los cuentos y deseos inalcanzables de los mayores sentados tomando el fresco en una noche de verano.

Los que hemos vivido la niñez en la época de los sesenta, reconocemos el olor del pan con aceite y azúcar, las tostadas del brasero de picón que alimentaban nuestro gusto y las bombillas de 125 watios alumbrando más allá de las cortinas de los confines de la imaginación.

No eran tiempos de abundancia. Una onza de chocolate era comparable al plato elaborado por el mejor chef del planeta, ¿qué precio tenía el sabor del pan con aceite y azúcar? Para mi, más que una cigala, que por entonces ni sabíamos que se comían. “Las maholetas” de septiembre con las que comíamos y jugábamos con la misma destreza del juego del ajedrez. Las interminables lluvias del invierno y la desesperación del juego en la alacena con “las bolas de catarro”.

Pasan los días, como pasa el olor de las matanzas que durante el mes de enero impregnaba las calles para darle paso a las cañas de morcillas colgadas al sol. Aunque el aire de treinta años después no lleve el mismo olor de entonces, se que este es mi pueblo porque mis amigos, mi vida y mis recuerdos están aquí.

FOTO: Hoyo del Salitre (Antonio Castro)