«Érase una vez Atarfe (y 3)» Fco. L. Rajoy Varela
En los dos anteriores artículos he relatado una etapa histórica de Atarfe que transcurre durante la»
década de los 60 y principio de los 70, época que coincide con el final y principio de otra época
histórica de este país.
Pertenezco a una generación que hemos tenido, y así lo siento, la suerte de vivir una infancia y una
adolescencia muy interesantes y muy ricas en matices históricos tanto en sus aspectos positivos
como negativos.
Centrándome a nivel local de Atarfe, no creo equivocarme si digo que los de mi generación hemos
pertenecido a una etapa de la vida en la que nuestros abuelos y padres fueron referentes en una
forma de educarnos en unos valores, en unas convicciones éticas y morales y un profundo respeto
hacia los demás. Una capacidad de resistencia y sacrificio ante la adversidad en los tiempo difíciles
que vivimos.
Somos la última generación que mantenemos vivos en nuestras memorias y en nuestros corazones
las costumbres y tradiciones de aquella época atarfeña.
Me pregunto si después de nosotros alguien recordará aquellos tiempos, la memoria del ser humano
suele ser frágil y desagradecida, si como suele ocurrir casi siempre quedaran almacenados en el
desván de la historia cubiertos de polvo y olvido.
Poco más puedo añadir a lo relatado hasta ahora, para terminar esta serie de artículos he compuesto
el siguiente poema:
Mar verde de olivos,
golondrinas que se posan
sobre sus verdes olas.
El viento de la tarde
con su murmullo,
habla con sus hojas.
Alfombras de trigales
y rojas amapolas
que cantan a las mariposas.
Eras silenciosas y sombrías,
una trilladora con su mulo al trote
vuestros sueños recorre.
El látigo rasga el aire
y al mulo arrea
con su melodía salvaje.
Madres del Rao,
susurran las hojas en la alameda,
olor a tierra húmeda y fresca.
Los sueños se columpian
en sus hojas verde y seda.
Rumores de agua en las pozas
que cantan y susurran poemas.
Al atardecer, batir de alas
de golondrinas que se refugian
en la noche de las choperas.
En lo alto de la Sierra,
como faro perpetuo, la Ermita
alumbra el mar de la Vega
guiando a los marinos atarfeños
de este blanca tierra.
Por la calle Real,
lento caminar de un tranvía
sobre raíles de triste melodía.
En el callejón del Aire,
haciendo esquina,
está la Triana, figura enjuta
de pelo gris y ojos de tristeza moruna.
Tejiendo churros y vestida de eterna pena.
Más allá, la torre de la Iglesia
inmóvil la contempla.
En su ermita blanca,
amor y devoción de un pueblo,
en silencio Santa Ana mora.
Velando por las inquietudes
y consolando por sus penas
a sus devotos atarfeños.
Cruz de los Muertos,
lágrimas de mármol
despiden los últimos sueños.
Por el camino del cementerio,
los cipreses acompañan al duelo
con profundo silencio y respeto.
Y allí arriba, tras las tapias blancas,
en soledad y silencio,
duermen los atarfeños su sueño eterno.
Francº L. Rajoy Varela