«Navidad en las aulas y un propósito para el Año Nuevo» por Fran López
Este artículo nace de una sobremesa familiar donde la disparidad de opiniones nos llevó a un
animado debate sobre un tema especialmente significativo en estas fechas: la celebración de la
Navidad. No la Navidad de los escaparates o las luces. Tampoco a la del consumismo, que daría
para otro extenso debate. Sino a esa que carga con dogmas y contradicciones, con tradiciones que
se resisten a ser solo historia.
Hablábamos de la parte más católica manifiesta tanto en públicocomo en privado, de la fe y el desencanto, y mientras lo hacíamos, me pareció que, en el fondo, discutíamos sobre cómo seguir siendo humanos en un mundo que a veces parece olvidarlo.
Enfrascados en el debate, acabamos invitando a la mesa a ese espacio fundamental que es la
educación pública. Ese lugar donde la sociedad, a través de sus instituciones, planta las semillas
más significativas. Merecido espacio laico, pero la realidad es otra, la laicidad hoy día en los
colegios, sigue siendo utópica, un anhelo, el eco de una justicia alejada de la realidad. En los
últimos tiempos, a quienes vivimos ligados en estrecha vinculación con la educación pública y
pertenecemos a la comunidad educativa, se nos llena la boca celebrando la multiculturalidad, la
equidad, la diversidad del alumnado. El fomento de valores clave como la tolerancia, el respeto,
la empatía o la igualdad. Sin embargo, llega la Navidad, y en los colegios montamos belenes,
cantamos villancicos, promovemos la fe cristiana, sin ser conscientes, o quizá sí, de que entre el
alumnado y la comunidad educativa coexisten una heterogeneidad de creencias, pero seguimos
sin poner remedio a esa contradicción.
Escribir sobre este tema es complejo. Intentar comprenderlo, más si cabe, si no compartimos
criterios, lo es aún más. Lo sé. Hacerlo implica mirar de frente nuestras costumbres, esas que
parecen tan naturales que las repetimos sin cuestionarlas. Sin embargo, es necesario detenerse y
preguntarse: ¿cuánto de lo que celebramos excluye, sin querer, a quienes comparten nuestro
espacio? No quiero herir sensibilidades ni poner en duda la tradición cristiana que, en muchas
familias, se sigue con fervor y respeto. Tampoco es mi intención juzgar el esfuerzo diario de los
docentes que, cumpliendo las leyes vigentes, llevan a cabo las celebraciones con dedicación y
esmero. Mi propósito, en cambio, es abrir un espacio para la reflexión colectiva. Tal vez estemos
errando al singularizar a aquellos estudiantes y sus familias que, por diversas razones, no
comulgan con el dogma cristiano que, a veces, sin una mala intención, les imponemos.
Llegados a este punto, solo me queda la esperanza de haber sembrado una inquietud, una
chispa que inspire a hacer del año nuevo un tiempo para repensar la escuela que queremos. Una
ley que aleje el dogma cristiano de las aulas no sería un gesto contra las creencias, sino a favor de
todas ellas. Apostemos por una escuela laica que eduque a las futuras generaciones en la riqueza
de la diversidad multicultural y multirracial, pues ahí radica la clave para resolver muchos de los
conflictos que arrastramos como sociedad. Quizá sea hora de replantearnos qué significa educar
en un mundo tan globalizado, como diverso. La educación, espacio plural por excelencia, merece
detenerse a reflexionar sobre las tradiciones que abraza.
Larga vida a la educación pública, laica y diversa.