7 enero 2025

«EL SIGLO DE MIGUEL RODRÍGUEZ-ACOSTA» por Remedios Sánchez

Blanco de cal mientras el tiempo se aposenta en la estatua de Venus; enérgico amarillo de sol desbaratando las tardes de invierno; verde de cipreses proyectado en el agua del estanque; también azul, bandera de paciencia, un recuerdo de infancia y un soplo de cielo alborotado. Y, una pizca de sombra simbolizando el enigma, lo inesperado en el Mauror, a los pies de la Alhambra misteriosa.  

Ese es mi primer recuerdo del Carmen Blanco hace más de dos décadas: una insospechada maravilla encaramada en la ladera de una tarde de junio, mirando frente por frente a la sierra donde las últimas nieves resistían las primeras algaradas del verano. Estábamos acabando la visita cuando me dijeron: “ven, que quiero que conozcas al espíritu que alumbra este lugar extraordinario”; y así, en el centro del color que era su estudio nos encontramos a Miguel organizando concienzudo sus pinceles, los cuadros desbordados en el suelo, sobre la mesa, colgados en paredes; mientras, la paleta, no agotaba nunca su plenitud de tonos imposibles: añil, magenta, naranja, turquesa o bermellón. Y, en el caballete, un lienzo medio terminado esperaba la delicadeza de los últimos trazos que delimitarían la abstracción lírica arraigada en el paisaje, esa interpretación emocionada y sensible de colores y formas tan características de la pintura de Rodríguez-Acosta.  

Fue la primera de varias visitas en las que, escuchar con atención las conversaciones, era entender los porqués de muchas decisiones que todavía condicionan el presente de Granada, saber la trascendencia de algunos nombres que supieron hacer ciudad, acaso ya medio olvidados. Ahora sé que Miguel, aguamarinas sus ojos, sonrisa clara y mano tendida, era la memoria discreta de un siglo; porque ha vivido sumergido en los colores, los olores, los sabores y los secretos de una centuria prodigiosa, con hombres y mujeres que tenían la capacidad de transformar los perfiles creativos de esta tierra, de abrir horizontes y de alzar esperanzas hasta rozar con sus dedos las estrellas. Lo que pasa es que, en demasiadas ocasiones los frenaron las circunstancias. O la propia idiosincrasia del paisanaje, que no acaba de ver clara la necesidad de mirar al futuro pudiendo seguir recreándose en un pasado tan esplendoroso como remoto.

A pesar de eso, muchos artistas como Rodríguez-Acosta, decidieron quedarse y desarrollar aquí sus obras, enamorados de Granada, de sus ríos y de sus silencios, de la melancólica nostalgia de los atardeceres frente a La Alhambra.

Miguel, que fue el epicentro de tantos encuentros, es el ultimísimo que se va de una generación difícilmente repetible, incuestionable en su riqueza polifónica de voces y de estilos. Con su mesurada elegancia, lo mismo que en su pintura, ha sabido equilibrar tradición con modernidad en el patronato que ha presidido durante setenta años para preservar y darle vida al legado de su tío, ese inmenso regalo que es la ‘Fundación Rodríguez-Acosta’.

Así, la residencia de artistas becados, la puesta en marcha en 1973 del taller de grabado con Pepe Lomas, las exposiciones de Picasso, Chagall o Manuel Ángeles, las publicaciones de carpetas o monografías, entre tantas cosas, lo mantuvieron siempre en vanguardia. Ahora se nos ha marchado, pero deja un rotundo ejemplo de pasión por el arte y de servicio a esta ciudad que únicamente se comprende si, como hacía él, se aplica al cotidiano vivir el lema de los Granada-Venegas: el corazón manda.

FOTO: Fundación Rodríguez-Acosta