«El día de Año Nuevo» por Alberto Granados
Las fiestas navideñas no me gustan por su carga de bondad a plazo fijo, por su supuesta felicidad obligatoria, por su absurdo disparo del consumismo, porque desde la muerte de mi padre, cuando yo tenía 19 años, siempre he notado más su ausencia en las reuniones familiares
. Si no encuentro en estas fechas más que el recuerdo de quienes me faltan irreparablemente, si yo que soy austero como, bebo y gasto mucho más de lo necesario, si no le encuentro la gracia a tanta simbología religioso-comercial y acabo harto de peces en el río, queda claro que lo único aprovechable de las fiestas era el estar de vacaciones, argumento éste que quedó fulminado en el momento en que me jubilé. Respeto que otras personas disfruten las fiestas, coman como cerdos, beban como cirróticos y gasten como adictos. A mí, de toda esta farándula me queda solamente el recuerdo de mi infancia, en que sí disfrutaba de todo lo que ahora me parece absurdo: dejar atrás aquella escuela en la que sin deberes sabíamos de todo, pensar en los regalos que llegarían justo el día de antes de la vuelta al colegio, ir a por musgo para armar aquel belén de barro y alambres que siempre tenía varias figuras mutiladas (mi hermano las repellaba con yeso y las repintaba, en una auténtica labor de traumatólogo, aunque siempre quedaban marcas que desvirtuaban parcialmente la magia de aquella simulación).
Ya en mi primera juventud, los guateques y fiestas del casino suponían otro aliciente: con las hormonas disparadas no importaban ni el frío de la calle, ni el estar sin un duro, ni ninguna otra consideración. La noche (Nochebuena y, especialmente, Nochevieja) era un sueño lleno de promesas carnales que, invariablemente, no se cumplían. Aquellas niñas de mi pandilla eran unas santas, parecía que jamás experimentaban los mismos hormigueos que cualquiera de nosotros. El sexo no es que fuera pecado: sería un milagro más bien. Tenían que guardar su reputación y su vocación de novias formales y después esposas, así que no se podían permitir una indecorosa conducta pública que les restase credibilidad. Si alguna se propasaba una micra los severos límites a la larga se iba de un pueblo que ya la tenía marcada de por vida.
Mi pandilla el Viernes Santo de 1966
La Nochebuena hacíamos guateque en la central de Telefónica, junto a la cabina donde la gente iba a hablar con sus novias o a recibir a una cierta hora prefijada la llamada de la familia que había emigrado. Junto a aquella especie de confesionario laico, bailábamos los twists de moda, algún rock&roll y nos divertíamos con aquella inocente ilusión que la madurez fue dejando atrás. A medida que íbamos creciendo, las niñas de la pandilla iban desertando en manos de aquellos larguísimos noviazgos de pueblo que, cabe esperar, las hizo felices esposas, al menos de cara a la galería, en algunos casos con la sospecha de un tedio mortal, pero de eso no se habla en un pueblo, así que corro un tupido velo.
Poco a poco, nos fuimos yendo a los bailes del casino. Ya podíamos beber alcohol, si el aguinaldo de padres, abuelos y titos había sido generoso, y caía algún cubalibre entre baile y baile. Tocaban siempre Hatari Group, el conjunto de mi pueblo. Lo hacían muy bien. Mientras bailábamos “agarrados” y fieramente controlados por las madres, me gustaba oler el pelo largo de aquellas chicas, siempre limpio para el baile. Cada una tenía el olor peculiar de su champú y algo tan simple me resultaba excitante. Aunque no cabía el menor escarceo, que aquellos tiempos requerían reprimir impulsos hasta extremos que hoy la gente joven considera leyendas urbanas.
Siempre apurábamos la Nochevieja, sabedores de que no volvería a haber bailes hasta las fiestas de Santiago y Santa Ana: siete meses sin bailar con aquellas chicas, salvo la posibilidad de organizar algún guateque, cosa que no siempre era posible por problemas de costumbres (pocos padres y madres, solo los más abiertos, permitían semejante corruptela en sus domicilios), por problemas logísticos (muy pocos de nosotros tenían tocadiscos o pick-up ni discos apropiados), y por problemas de nómina: ¿a qué chavalas invitar, tras el cribado de los noviazgos?
Recuerdo aquellos días de Año Nuevo, con los rigores del trasnoche, el alcohol, el ruido del “conjunto músico vocal”, todo ello metido en el cerebro de forma traumática, como si una trituradora nos machacara las escasas neuronas que habían quedado de guardia. Un café, tres arcadas, muy mal cuerpo y una televisión en la que siempre estaba el Concurso de saltos. Ver a aquellos esquiadores alpinos dejarse caer por una rampa, volar casi cien metros prácticamente en horizontal, levantar el cuerpo un instante antes de llegar al suelo, todo ello a una velocidad que mareaba… me sugería una serie de preguntas: ¿Por qué hacen este tipo de cosas? ¿Qué macabro impulso los lleva a querer ser pájaros en una mañana tardía de resaca y dolor de cabeza? ¿Es que no estuvieron anoche de baile en el casino? ¿Quién puede desear hacer estas cosas?
Ahora, con las expectativas de un septuagenario, me vienen estos recuerdos de aquella época. Ya se pasó la ilusión navideña, sustituida por la cercanía de mis hijos y mi nieto (y este año, ni eso, por evitar eventuales contagios). También pasaron la gula y el exceso etílico, sigo siendo parco en gastos superfluos y los regalos ya se han hecho rutinarios y previsibles (cada vez aparecen menos caprichos en mi mente). La fecha de hoy se me aparece como un día inerte: no tengo que hacer la compra ni ir a por pan, no hay prensa, la calle está desierta y los negocios cerrados, solo de cuando en cuando se oye un petardo tirado a la calle desde algún piso alto o el coche de algún joven con el reggaetón a todo volumen y las ventanillas inteligentemente bajadas. Ha desaparecido hasta el concurso de saltos de la televisión y me siento flotar en un limbo espacio-temporal desubicado y extraño, como si hoy fuera un día robado al calendario. Ahora, cincuenta años después, lo que cuenta cada mañana de Año Nuevo es el Concierto. Este año, dirigido por Riccardo Muti, que he visto sin demasiado entusiasmo porque me ha parecido muy cargado de polkas y valses, aunque claro, Viena es la ciudad de estos ritmos y el Concierto se hace allí. Además, al no haber público, la Marcha Radetzky no ha sido acompañada de aplausos y la sensación de desamparo se acentúa. Casi estoy deseando que llegue mañana con los camiones de reparto, el tráfico, el trasiego del supermercado, los negocios abiertos y las conversaciones, el trasiego que me devuelve a la realidad palpable de lo cotidiano. Mañana saldré del limbo y desaparecerá la angustia de la desubicación: estaré en mi casa y a dos de enero y tal vez estos recuerdos hasta me hagan sentirme joven, contradiciendo a Gil de Biedma. Manías de viejo.
Alberto Granados
Recuperado de la publicación en su blog del 1 enero, 2021 en Érase una vez
FOTO: https://www.calendarr.com/espana/ano-nuevo/