La definición de demagogo que da un diccionario cualquiera es clara: persona que manipula los sentimientos de la gente, especialmente mediante halagos fáciles y promesas infundadas, para convencerla de la conveniencia de aceptar un programa político.

El demagogo practica la explotación sistemática de las pasiones, emociones y factores irracionales de la conducta humana, ocultando la realidad de los hechos. El dema­gogo argumenta contra las leyes, costumbres y creencias vigentes, alegando que son convenciones sustituibles por otras pretendidamente mejores, según la conveniencia de la clase o grupo a los que se dirige. En la antigua Grecia fueron sofistas quienes desempeñaron ese papel. Para enfrentarse a sus opiniones y a su manipulación de la muchedumbre, Sócrates, Platón y Aristóteles elaboraron sus filosofías racionales. El demagogo suele surgir en tiempos de crisis y acompaña siempre a las revoluciones. Por eso estas terminan radicalizándose y su salida suele ser la dictadura o tiranía. Así, la revolución inglesa de 1668 –Cromwell–, la francesa –Napoleón I–, la de 1848 –Napoleón III– y la rusa de 1917 –Lenin–. Los dictadores que proceden de una revolución suelen ser demagogos que han eliminado a sus competidores. Por eso las revoluciones devoran a los revolucionarios de la primera hora.

Demagogo arquetípico fue –durante la crisis final de la República romana– Publio Clodio Pulcro. Militar sin gloria y administrador sin brillo, renunció al patriciado –era de vieja familia noble pero sin recursos– y cambió su nombre –de Claudio a Clodio– para poder ser elegido tribuno de la plebe. Desde este cargo, aduló al pueblo descontento con repartos mensuales de trigo –mientras lo hubo–, conspiró sin descanso y fue un factor constante de inestabilidad y enfrentamientos, en los que participaban sus partidarios armados, una auténtica partida de la porra. Imperaba la violencia. Cicerón, perseguido con odio ciego por Clodio, tuvo que exiliarse; sus propiedades fueron confiscadas, su casa en el Palatino derruida y el solar sacado a subasta. ¿Adivinan quién lo compró? Clodio. Tras la marcha de César a las Galias, Clodio se había convertido aparentemente en el dueño de Roma, aunque hay que añadir que figuraba en nómina de Craso, el hombre más rico de la ciudad. Al final, casi todos los caminos conducen al mismo sitio. Clodio murió como era previsible: asesinado. Indro Montanelli dejó escrito su epitafio: “Clodio era, más que un gran político, un gran demagogo y, por tanto, no tenía el sentido de la mesura”. La democracia, bajo los golpes de Clodio que la había reducido a una cuestión de garrotazos, agonizaba. Después de ella vino Julio César y, asesinado este, Octavio y, con él, el imperio. De la república sólo quedó la apariencia. Se explica –como cuenta Suetonio– que Calígula quisiese nombrar cónsul a su caballo Incitatus. El Senado se lo tragaba ­todo.

Tal vez se pregunten a qué viene esta modesta excursión sabatina por los arrabales de la historia de Roma. La historia no se repite, pero brinda perspectivas para intentar entender el presente. Así, puede ayudarnos a respondernos la pregunta de si hay algún demagogo entre nosotros. O más de uno. Porque es la historia la que nos enseña que estamos ante un demagogo cuando un político manipula a una clase social o a un grupo, a los que no pertenece necesariamente por origen, con proyectos imposibles o halagos sin sentido. Cuando se pone al frente de una reivindicación justa surgida de forma espontánea, deslizándose encima de la ola de protesta como si de un surfista se tratase. Cuando sostiene con cerrazón sectaria su posición, despreciando la del adversario al que trata como enemigo. Cuando descalifica personalmente a sus contendientes, sin rehuir el agravio, el desprecio y el sarcasmo. Cuando rehúye siempre el pacto y la transacción, buscando la confrontación y practicando el rechazo. Cuando, antes o después y de forma más o menos torticera, amenaza. Cuando retuerce los argumentos, distorsiona la verdad y tergiversa las razones. Cuando gesticula con desplante, enfatiza sin pudor y reta con ventaja. Cuando se llena la boca con grandes palabras, que suenan en sus labios huecas y casi como un reclamo vacío. Y cuando tras toda esta parafernalia sin mesura se esconde un ego desmedido, una ambición sin freno y un ansia de poder descarnada. Por todas estas razones, el demagogo sólo tiene dos salidas: el triunfo en forma de tiranía, que ejercerá sin remilgos, o el fracaso que le llevará, en el mejor de los casos, al ostracismo.

No es difícil detectar a un demagogo. El simple tono que emplea lo delata. Sí es difícil, en cambio, que la masa no sucumba a su seducción, especialmente en tiempos de zozobra. Por ello, cuando un demagogo consolida su posición y marca la pauta –aunque sea parcialmente– en el devenir de un país, el riesgo de conflicto civil pasa a ser muy grave, puesto que el demagogo no es, al fin, más que un amoral que todo lo hace al exclusivo servicio de un proyecto personal. Que es, naturalmente, el suyo.

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