Atrapados en la red

Es curioso cómo El Gran Apagón Ibérico ha abierto debates de casi todos los tipos. Nos hemos preguntado si nacionalizar o no las energéticas, si hay que volver a las nucleares, si las renovables dan más o menos estabilidad al sistema, si la culpa de la desconexión ha sido del Estado o de las empresas, etc, etc.
Sin embargo, hay una pregunta que ha pasado por debajo del radar de los debates públicos: ¿más red o menos? Resulta fascinante que no nos lo preguntemos cuando ha sido ella la que nos ha atrapado a todos.
En España la sanidad, la educación, las ayudas sociales, las policías autonómicas y locales son propias de cada territorio. A pesar de las desigualdades que la descentralización genera, hemos aceptado que este es el modelo que nos dimos en la Constitución y que es el que mejor gestiona porque lo hace desde más cerca. La gestión local previene la extensión de los fallos. Sin embargo, en un país cuasi federal la gestión de la energía es justo lo contrario: se mantiene centralizada a cal y canto.
El autoconsumo -que también se ha puesto en cuestión a raíz del reciente salto de los plomos de todos- fue obligado a entrar en la red central aunque no era necesario. El Gobierno de Mariano Rajoy decretó hasta un impuesto al sol en 2015, que algún experto explicó con una metáfora interesante: era como si por tener un huerto tuvieras que pagar un impuesto al supermercado por tus tomates. En aquel momento, la tasa se impuso incluso a quienes producían y autoconsumían energía sin que llegase en ningún momento a la red de distribución eléctrica. Vamos, que los supermercados cobraban un peaje a tus tomates aunque tus tomates no hubieran visto un supermercado ni en foto. Su función fue más disuasoria que impositiva pero funcionó. Estaban exentos quienes consumían hasta 10 kilovatios de potencia contratada, es decir, la mayoría de las familias y recaudó poco. Se trataba de desincentivar la autonomía energética, esa que ha sido desterrada de la conversación pública incluso después de un desenchufe tan fulminante.
El Gobierno de Pedro Sánchez en 2018 derogó el impuesto al sol tras años de críticas desde la oposición. En 2019 decretó, además, simplificar la burocracia para autoconsumir y fijó un sistema compensatorio por el que este tipo de consumidor solo paga por la energía que no genera, por la extra que compra a la red como todo el mundo. Sin embargo, -y este es el tercero que incluyo- los autónomos energéticos venden a las eléctricas la energía que les sobra barata, al precio que ellas marcan, y se la compran, cuando les falta, a un precio mucho más caro.
Desde entonces, en estos años, hemos invertido grandes sumas de dinero público nacional y de los fondos Next Generation en convertirnos en pioneros en el cambio hacia el modelo energético más razonable y -por ahora- imparable: el de las renovables que ya cubren entre el 60% y el 100% de la electricidad que consumimos en España cada día.
Sin embargo -y ya son cuatro- no hay una legislación que regule de quién son los tejados, ni las comunidades energéticas que son un hecho en Alemania, Dinamarca, Países Bajos… En Alemania, por ejemplo, donde están más implantadas, hay miles de comunidades energéticas locales que se autoabastecen con total autonomía de las grandes productoras de electricidad.
Aquí, a falta de legislación específica, podría decirse que pasamos del impuesto al sol de Rajoy al impuesto a las azoteas de Sánchez. Las productoras eléctricas instalan los paneles solares en las comunidades de vecinos a cambio de contratos leoninos de explotación de esas instalaciones durante muchos años. Solo los muy peleones consiguen, tras mil impedimentos, un solo contador de luz para toda la comunidad, como es el caso de Las Carolinas, de la cooperativa Entrepatios, en el barrio obrero madrileño de Usera, al que la eléctrica correspondiente exigía un contador por vivienda.
La normativa española sobre las comunidades energéticas se quedó en propuesta de Real Decreto hace dos años. Fuentes del ministerio de Transición Energética confirman que así fue porque “al final se incluyeron las disposiciones necesarias para cumplir con la normativa europea en otros textos”.
Con la regulación actual, estas comunidades quedan irremediablemente ligadas a una red que cuando cae nos hace caer a todos. Obligadas a fragmentarse al máximo, a cambio de poder vender a los productores el excedente de energía que estas instalaciones generan – a precios ridículos- y poder comprar cuando no generan toda la que necesitan, pierden completamente el control sobre su instalación y sobre su energía.
¿Y no es curioso que no haya un botón que les permita desconectar y autoabastecerse cuando el sistema falla? ¿No sería más seguro y menos arriesgado descentralizar, que haya posibilidad de desenchufarse por zonas más pequeñas, que se permitan y se faciliten las comunidades de autoconsumo que ya son una realidad en otros países de Europa?
La cuestión es política, tanta como la que implica el modelo impuesto pero en sentido inverso.
Cuando Pedro Sánchez dice que las renovables “no implican ideología”, que son “una apuesta de país” debe referirse a que, tal y como están, no suponen ninguna ideología más que la ideología imperante, el statu quo que hace prevalecer los intereses empresariales sobre los colectivos.
Salta a la vista que en este momento se abre una ventana de oportunidad para apostar por más seguridad, más autonomía, más independencia, más bien común, más comunidad y más beneficio colectivo que empresarial en el sector eléctrico. Hay que descentralizar la red por interés nacional.
Y hay que ser tan consciente de que la técnica también es política como de que las eléctricas son, han sido y -probablemente- seguirán siendo el lobby más poderoso de este país, reconocido por los Gobiernos de todos los colores.
No perdamos el foco de lo trascendental y del timón político. La transición ecológica puede ser o no una transición social. Este apagón-desastre puede encender una bombilla importante.
FOTO: Torres de alta tensión.Freepik