Abu Yafar Al-Ilbiri (1301-1378) por Antonio Rodríguez Gómez

El escritor Abu Yafar al-Ilbiri lleva el nombre de la antigua capital omeya, pero es probable que naciera en Granada y que su alcuña obedezca al origen de su familia, pues, si hemos de creer a Ibn al Jatib, en el siglo XIV ya no quedaban sino ruinas de la vieja Ilbiri; en cambio, el antiguo arrabal de Atarfe no dejaba de crecer.
Fuera vecino de la vieja Ilbiris, de la incipiente Atarfe o de Granada, al ostentar el linaje de los al-Ilbiri muestra el apego que sentía a la ciudad de la que era oriundo.
La prosperidad nazarí
Cuando Abu Yafar nació, la dinastía de los nazaríes estaba bien consolidada. La sucesión de dos reyes longevos, Muhammad I al Hamar y su hijo Muhammad II al Faqui, había contribuido a establecer fronteras fijas con sus vecinos cristianos. Al contrario que en Granada, los reinos de Castilla y de Aragón vivieron en el siglo XIII las convulsiones de minorías, regencias y disputas sucesorias sanguinarias.
Y el contraste aumentaría aun más en el siglo en que nació Abu Yafar. Castilla se iba a arruinar en una larga guerra civil, mientras que Granada habría de vivir todavía los años de esplendor y prosperidad de sus reyes más brillantes, Yusuf I y el gran Muhammad V.
En este ambiente de paz y prosperidad el clima cultural de Granada era entonces deslumbrante. Los musulmanes ricos del Levante y los andalusíes de Córdoba y Sevilla transferían sus riquezas a Granada. Los navegantes genoveses tenían puerto y alhóndiga propios en Almería, en Málaga y en Granada, y todos los puertos del reino nazarí bullían de embarcaciones italianas, aragonesas, castellanas y marroquíes que los utilizaban de puente para sus viajes en los que intercambiaban la lana del norte de Europa, muy apreciada en África; y el oro y las especias de Sudán y de Tombuctú. Además de las ganancias que reportaban los impuestos y la logística de este comercio incesante, eran codiciados los productos elaborados en el reino de Granada: la seda, sobre todo; pero también los salazones, las anchoas y los frutos secos de Málaga, el azúcar de Motril y de Vélez-Málaga, las manufacturas de cuero de Ronda, la cerámica vidriada suntuaria y los instrumentos marítimos de Guadix, etc.
Las monedas de Granada, el dirham y la dobla morisca, eran apreciadas en las transacciones internacionales, pues su valor de ley es más firme que el de las monedas de los países vecinos.
Los jóvenes escuchaban con incredulidad, de boca de los viejos, historias recientes de cuando la propiedad estaba tan dividida que a veces había varios propietarios de un olivo, y se repartían las ramas; incluso ni eran propietarios de la tierra donde se planta. También una piedra de molino podía ser de varios, lo que les daba derecho a determinados días de molienda propia o enajenada. Aquella vida miserable era inconcebible para la gente de la Granada nazarí del siglo XIV.
Abu Yafar era noble y estudió en la madrasa de la Alhambra, la masyid al- yami. Todavía no había creado Yusuf I la famosa Madrasa Yusufiyya junto a la Gran Mezquita de la medina. Pero, de todas formas, el adiestramiento de los estudiantes granadinos era muy completo, gracias a la biblioteca de más de cincuenta mil volúmenes que tenían a su disposición. La base era la antigua biblioteca del califa de Córdoba, el catálogo de los cuales constaba de cuarenta y cuatro cuadernos de cincuenta folios cada uno y que el rey Alfonso X de Castilla había cedido a Muhammad II, otro rey piadoso y sabio.
Este rey hizo venir a Muhammad al-Riquti, que dirigía en Murcia una madrasa multiconfesional para que dirigiera la de la Alhambra. En esta madrasa se impartían, además de las disciplinas confesionales y jurídicas, las llamadas “ciencias de los antiguos”, basadas en la cultura griega y latina: lógica, cálculo, geometría y medicina. Abu Yafar recibió la influencia de sus maestros, el santón sufí Abu Isaac Ibrahim y el anciano Abu l-Barakat de Belefique. Sabemos que los extranjeros asistían a las discusiones del maestro al-Raquti con Abu Yafar, que también debate con su condiscípulo y contrincante, el escritor de Cantoria Jalid al-Balawi.
Abu Yafar era un estudiante docto, experto en gramática y en lengua árabe, pero también un poeta ingenioso y procaz. Desde muy joven se dedicó a la literatura y destacó en las tertulias poéticas por sus descripciones de los edificios de Granada y los paisajes de los alrededores, especialmente el muy alabado por todos los poetas del paraje que hoy corresponde al Realejo, el Nyad.
Pero sobre todo se apreciaba su poesía erótica, deslenguada y alegre, dedicada indistintamente al amor homosexual y a las mujeres. En ellas describe la belleza de la amante a la grupa del caballo, el perfume que desprende la melena de la amada que inunda la brisa de la vega de fragancias de clavo y romero, la mejilla arrebolada por su mirada atrevida, el placer de contemplar el cuerpo desnudo (como una luna) de la amada en la oscuridad. También siente la mordedura del desdén y de la separación de la amada; se siente vacío, sin sentido, como el pronombre al que apartan de su sustantivo, según declara en una ingeniosa metáfora.
Pero sabe que el olvido es el destino del amor, porque cuando el círculo del amor se cierra, una ley inexorable hace que las lágrimas sustituyan a la pasión.
La larga peregrinación
Entonces conoció a Ibn Yabir, un poeta ciego que desde entonces se convirtió en su amigo inseparable. Él lo introdujo en la doctrina sufí. Cuando Abu Yafar tenía unos treinta años los dos decidieron hacer la peregrinación a La Meca. Numerosas poesías relatan este viaje: la salida de Granada, donde contempla las flores blancas de la Sabica plateadas por el rocío y que el sol transforma en oro; la maldición del pregrino, de tener que levantar el campamento donde ha encontrado la felicidad y la belleza de las ciudades sagradas a orillas del Eufrates y en Arabia.
En El Cairo encontraron a otro poeta granadino, Abu Hayyan al-Garnati, a quien los egipcios llamaban “el príncipe de los gramáticos”. Era experto conocedor, además del árabe culto, del persa, del turco y del etíope; y su autoridad era indiscutida en todo el mundo árabe. Llevaba desde 1298 como maestro de la escuela al- Mansuriyya de El Cairo y sus sesenta y seis obras sobre temas diversos le habían granjeado la celebridad y una situación privilegiada en una metrópoli como era entonces El Cairo (600.000 habitantes).
Abu Yafar permaneció a su lado anotando sus enseñanzas hasta que decidió continuar la peregrinación con su amigo Ibn Yabir. Efectuada ésta, se establecieron primero en Damasco, en la cofradía sufí que había surgido alrededor del mausoleo del profeta y santón español Ibn Arabi de Murcia, llamado “el hijo de Platón”; y luego en la vecina ciudad de Alepo, donde permanecieron treinta años dedicados al estudio y a la enseñanza.
En 1360 volvieron a Granada; entonces la ciudad se había transformado, era irreconocible. El joven sultán Muhammad V continuaba la febril labor constructora de su padre. A lo largo de su próspero y dilatado reinado de veintidós años Yusuf I había acrecentado la medina de la Alhambra, levantando la impresionante Torre de Comares, además de la Puerta de la Justicia, bellamente caligrafiada por Ibn al- Jatib; la Torre de Abu l-Hayyay; acabó de cerrar las murallas y, en los altos de la Sabica, construyó dos palacios.
Cayendo al Darro estaba el palacio Dar al-Arusa, y hacia el Genil, en el otro extremo de la colina, el de los Alijares, que tenía las torres recamadas de oro y cuyo fulgor podía verse a una distancia de diez leguas desde lo alto de la alcazaba de Alcalá. Pero la obra que más le enorgulleció fue la Madrasa Yusufiyya, donde impartían lecciones de lectura coránica, caligrafía, retórica, gramática, derecho, álgebra, geometría, ciencias y medicina los más doctos sabios venidos de todo el mundo árabe, hasta de la India.
Abu Yafar reanudó en la Madrasa sus funciones como profesor de lengua árabe y de hadices, a la vez que continuó su labor poética. Allí encontró amigos sufíes: el hayib y gobernador de la Madrasa, Ibn al- Jatib; el converso Ibn Abbad; el cadí real, Abu l-Barakat, nieto del que fuera su maestro, Abu Isaac Ibrahim; el predicador de la mezquita mayor, Ibn Ahmad al-Qurasi, el canciller Ibn Abi al-Ruayni y Abu Ahmad Ibn Sidi Buna.
Para Abu Yafar, el hombre debía encontrarse con Dios a través de un mutuo esfuerzo de la voluntad y del conocimiento, creía en una especie de “Dios deseado y deseante” y se oponía al maliquismo oficial, que se basaba en la obediencia ciega y rutinaria a las normas emanadas de la jerarquía intransigente de los alfaquíes a sueldo del poder. Los sufíes vestían toscos vestidos de lana, se reunían en cofradías y tenían su base en los filósofos de Guadix Ibn Tufail y al- Sustari y en el murciano Ibn Arab
En su poesía mística Abu Yafar explica que el hombre no puede juzgar a los demás, siempre tiene que ser benévolo en sus apreciaciones; si el hombre se guía por las buenas intenciones, todos sus actos serán estimados como buenos por Dios, independientemente del resultado, desconfía y critica a los censores y alfaquíes que se interponen entre el alma y Dios, la piedad del hombre no es medible por otro hombre, etc.
Todas estas opiniones liberales y críticas, desautorizaban al clero maliquita y levantaban sospechas de heterodoxia entre los alfaquíes, a los que los sufíes despreciaban, del mismo modo que poco después ocurriría en el ámbito cristiano entre los reformistas protestantes y el Papado.
La huida
Al caer en desgracia su protector, el todopoderoso hayib Muhammad Ibn al- Jatib (1370) y ser sustituido en la dirección de la Madrasa por Ibn Hasan al-Nubahi y en el visirato por el fementido Ibn Zamrak, Abu Yafar al-Ilbiri abandonó la enseñanza. El sultán Muhammad V decretó evitar “el venenoso peligro” de los sufíes, e impuso que “los profetas y sus herederos, los alfaquíes ilustres y doctos son los únicos modelos”. Cuando Abu Yafar conoció la noticia del alevoso asesinato de Ibn al Jatib en Fez se siente amenazado y abandona la ciudad.
Es probable que se retirara a alguna de las almunias que poseía en Atarfe o en Ilbiris. Allí murió en 1378, después de una larga vida. Fue llorado en sentidas poesías por su amigo Ibn Yabir. Buena parte de su obra ha perdurado a través de las numerosas poesías recogidas por al Maqqari en 1591 (Al-Nafh al-Tib). Muy recientemente, en 1990, se ha editado la poesía del poeta iliberitano en Alejandría (Egipto).
