De Sanabria a Jarilla, de Las Médulas a O Barco de Valdeorras, de Selaya a Valdecaballeros, se extiende este verano el itinerario del fuego: cerca de cuatrocientas mil hectáreas arrasadas, ilusiones abrasadas, en las que ha tenido un papel protagonista la perpetua desidia institucional. Valente escribió en ‘Serán ceniza’: “cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre”. Eso es hoy el noreste de España, una desolación sin horizonte que se refleja en el semblante tiznado de su gente y que lleva el nombre del abandono, la torpeza infinita y la indolencia de quienes debieron tomar decisiones a tiempo.

Por eso, en medio de tanta desesperación e impotencia, resulta profundamente indignante escuchar a los negacionistas irresponsables del cambio climático o a quienes se lamentan amargamente aunque, con su pasividad previa, han propiciado el abandono del espacio rural, permitiendo que la naturaleza se expanda sin regulación ni cuidado. Ramas secas, matorrales y maleza acumuladas sin freno han sido el alimento de unas llamas que han crecido desenfrenadas, como si la naturaleza misma se rebelase contra nuestra inconsciencia. Razones tendría para ello. El saldo implica tres vidas abrasadas y la ruina de cientos de familias.

Seguramente, si se hubiera desarrollado una normativa estatal ajustada a la realidad del campo y se hubiera aplicado una gestión rigurosa y constante, muchos focos podrían haberse controlado con rapidez; si se les hubiera dado a los bomberos forestales  los medios que su labor exige y si se hubieran impulsado políticas reales de prevención integrando a las comunidades rurales para vigilar y mantener limpias estas zonas, la devastación podría haberse mitigado notablemente.

Demasiados condicionales que nos llevan, a partir de hoy, a unos territorios que son ya un desierto gris de escombros y tristeza. De esta manera, de Almería a Orense, de Cáceres a la puerta de los Picos de Europa, se nos ha ido desvaneciendo la geografía reconocible de nuestra infancia, transmutada en eso que llaman “residuos de combustión”, un eufemismo que no apaga el dolor del humo negro ni el hollín que inunda los ojos de bomberos, voluntarios o de quienes arriesgaron la vida para proteger tanto casas como explotaciones agrícolas y ganaderas, el fruto del trabajo y del esfuerzo. Pero, principalmente, inmensas superficies de bosques de coníferas, encinares y robledales que eran el hogar de osos pardos, de buitres negros, zorros, urogallos, corzos y perdices; todos han perdido su refugio, que yace ahí, reducido a pavesas. Son las víctimas invisibles de esta hecatombe de montes calcinados, que tardarán en recuperarse al menos un par de generaciones.

Mientras, los políticos, desde una descoordinación flagrante y una politización de la desgracia colectiva que abochorna, juegan a culpar al contrincante en el Congreso de los Diputados, en la prensa o en sus foros regionales, como si la ciudadanía no supiera que las competencias (o más bien incompetencias) son de las comunidades autónomas que han hecho dejación de funciones y, en este momento, silban mirando a otro lado. Me refiero, en el caso de 2025, a los presidentes actuales y pasados de Castilla y León, Galicia, Extremadura o Cantabria, porque esto no es cosa de un día. El resultado es una sensación de impotencia y de desaliento que ha acabado por conducirnos directamente a los versos valentianos: “aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza”.