«Manuel de Tarfe, personaje de Galdós» por Antonio Rodríguez Gómez
La ciudad de Atarfe ha sido elegida como sobrenombre de varios personajes ficticios. Sin duda, los más conocidos son el cervantino don Álvaro de Tarfe y el siniestro moro Tarfe. Menos tratado ha sido el protagonista de varias novelas de Benito Pérez Galdós, Manuel de Tarfe.
Manolo Tarfe, como suele ser llamado, aparece, con mayor o menor protagonismo, en siete novelas de Galdós pertenecientes a los Episodios Nacionales: O’Donnell, Alta Tettaunen, Carlos VI en La Rápita, La vuelta al mundo en la Numancia, Prim, La de los tristes destinos y España Trágica. Pérez Galdós lo describe como “un tanto diablesco, rebosante de ingenio y de gracia (…). Era rubio, de azules ojos, simpático y de hablar expedito y donoso. Rico por su casa, Tarfe quería lucir en el terreno político y no carecía de bien fundadas ambiciones.
Ya era diputado, y con la protección de O’Donnell sería todo lo que quisiese. Su frivolidad y los hábitos de ocio elegante en los altos círculos, o en los pasatiempos y deportes andaluces (pues esta doble naturaleza era en él característica), se iban corrigiendo con el trato de personas elegantes (…). Algunos le tenían por cuco y veían en sus jactanciosas actitudes, dentro de las dos naturalezas, un medio de abrirse camino en la política”.
Según Pérez Galdós, nació en 1833, el año en que murió Fernando VII y comenzó el reinado de Isabel II, y deja de aparecer cuando la Reina se exilia, en 1868. Por tanto, simboliza las virtudes, miserias y contradicciones de toda una época de la historia de España. Su familia era adinerada y puso su fortuna a disposición de la formación y la carrera política de su único heredero.
Aunque Pérez Galdós lo describe siempre ejerciendo de andaluz (forma de hablar, carácter y costumbres), se asentó en Madrid y a menudo viajaba por sus pagos (Andalucía, Atienza, Valencia) y al extranjero (Francia e Inglaterra).
La primera aparición de este personaje es en el año 1849, durante la boda de su prima Luisa Beramendi con Pepe Fajardo, que en adelante se convertiría en su mejor amigo; allí conoció a Lucila Ansúrez, de una belleza salvaje y su primer gran amor. Tenía “algo de celtíbero, de aborigen, de raza madre prehistórica”. En aquella época, la gran fantasía erótica es una madrileña criada a base de una dieta de tacos de jamón, garbanzos y sopas de ajo, y abandonada por su marido. Alcanza su sazón llegada la madurez y no se lía con cualquiera; requiere un joven que no se arrugue, aguante el tipo en todo momento y mantenga a raya a todos los competidores, pues sus carnes reprimidas bajo el revestimiento de varias enaguas son pieza codiciada. Así es descrita Lucila por el mujeriego Pérez Galdós, y Tarfe es el galán ideal; para él la pasión amorosa es un don de la vida que consume ávidamente.
En pleno Romanticismo, en todos los fuegos ardía sin temor a consumirse. Le atraían más las mujeres marginales que las damas de los salones, pero a todas se entregaba. Sin embargo, sufrió el desdén de su gran amor, Teresa Villaescusa. A lo largo de su vida observó la evolución de los liberales españoles de su generación, pasando del idealismo romántico al pragmatismo burgués.
Cuando se instaló en Madrid, el verano de 1858, se alistó en la Unión Liberal, con tanta devoción por su líder, el general Leopoldo O’Donnell, que todos le llamaban “O’Donnell el Chico”, no sólo por su fervor, sino por cierto parecido físico, aunque de menor estatura, con el general y jefe de Estado, un fornido pelirrojo de origen irlandés. Para él, la Unión Liberal “al par de los derechos políticos para todos los españoles, trae los derechos alimenticios. Viene a destruir la mayor de las tiranías, que es la pobreza (…), nadie ha pensado en que España Benito Perez Galdós es un pobre riquísimo, un viejo haraposo, que debajo de las baldosas del tugurio tiene escondidos inmensos tesoros. Pues O’Donnell levantará las baldosas, sacará las ollas repletas de oro, que es más de riqueza talismán, le dará al vejete unos pases por todo el cuerpo, a manera de friegas, devolviéndole la juventud, la fuerza física y la mental ”. Pérez Galdós dice que “Manolo era el espíritu mismo y la esencia de O’Donnell el Grande, trasvasados a un ser familiar, un tanto diablesco, rebosante de ingenio y de gracia”.
Para triunfar en la vida política isabelina era necesario cautivar en los salones femeninos, donde se jugaba a la política con menos seriedad que al bacarrá, pero arriesgando más. Los chismes de alcoba se mezclaban con los contubernios políticos y todos se dirigían directamente al Palacio Real y al de Villahermosa (residencia del presidente de Gobierno). Aquí el de Atarfe se movía con desparpajo. También era confidente de la Reina como en una ocasión le recordaría: “Yo, Señora, y mi prima, Carolina Monteorgaz, le contamos a Vuestra Majestad una noche, años ha, el caso de aquel herrerito que entró a componer las cerraduras en casa de la hija de don Serafín de Socobio, Virginia”.
Y la Reina le suplicaba, más que le reprochaba: “Estás hecho un perdido, Tarfe. Me tienes muy olvidada. Mil años hace que no vienes a verme”. La reina Isabel II se divertía más con estas confidencias del atarfeño que con las representaciones de ópera en el teatro que había hecho construir. Una de sus bromas más alabadas por sus amigos era la gracia con que imitaba la forma de hablar campechana de la Reina.
El talante abierto y moderno de Manuel Tarfe, familiarizado con los hábitos y lecturas modernas en sus años vividos en París, le convirtió en personalidad emblemática de la Unión Liberal y los valores que postulaba para la modernización social y moral de España: “Con esta prematura expansión de la vida obra, de los risueños programas de la Unión, se resquebrajó más el ya vetusto edificio de la moral privada, reflejo de la pública. Cundían los ejemplos y casos de irregularidades domésticas y matrimoniales y se relajaba gradualmente aquel rigor con que la opinión juzgaba el escandaloso lujo de las guapas mujeres que eran gala y recreo de los ricos”.
Entre éstas, es envidiada por todo Madrid Teresa Villaescusa, siempre cambiando dé amante y con la que Manuel Tarfe río pudo disfrutar más que un fugaz devaneo. El envidia su vitalidad y absoluta libertad, embriaguez que ambos comparten. Esa mujer era la única persona que se movía por sí misma, era poderosa.
En aquellos tiempos, observaba Tarfe, “los demás caminan sobre muletas, y cuando alguno tropiece, arrastrará a todos”. Y Ira Reina, parecía empeñada en el juego de zancadillear a los que la rodeaban. Destituía ministros con la misma frecuencia que amantes.
Los acontecimientos se precipitaron. La Unión Liberal fue nuevamente obligada a dejar el poder (“esa señora es imposible ”, exclamó el abnegado O’Donnell) en manos del sanguinario general Narváez y los muñidores legislativos Cándido Nocedal y Luis Bravo Murillo. Entonces sobrevino la desbandada y la Revolución. Pero la burguesía latifundista y liberal que representa Manolo Tarfe utilizará al pueblo únicamente para sobrevivir. En este momento se produce una escisión ideológica, la renuncia a sus ideales y la búsqueda de su propio beneficio.
Esos “señoritos de la clase media y aristócratas revolucionarios” se apiñaron alrededor del general Prim. Nuevamente Manuel Tarfe protagoniza un acontecimiento importante: en la visita que realizó a la Exposición Universal de París en 1867 urde la alianza entre las distintas fuerzas políticas descontentas con Isabel II. Galdós le da tanta importancia a su intervención que declara: “En su íntimo pensamiento se decía: La ciencia de aquellas brujas es superior a la de los mortales. Y las brujas del tiempo de estas historias se llamaba O’Donnell el Chico”. La cita sería el 28 de septiembre de 1868, y el lugar, el puente de Alcolea. Más que una batalla fue un trueno sin tormenta, pero bastó para destronar a la Reina.
En la revolución, llamada Gloriosa, intervinieron Manolo Tarfe y un joven entusiasta al qué una vez salvó la vida y que había utilizado para pasar mensajes entre los conspiradores; se llamaba, significativamente, Santiago Ibero. Se trata de otro personaje simbólico.
Representa al proletariado, al pueblo español y sirve para mostrar en toda su crudeza la imposibilidad de conciliar los principios progresistas de quien es un “señorito andaluz” con los intereses del burlado pueblo español. Al concluir la batalla tiene lugar una anécdota elocuente: ambos regresaban a Madrid en el mismo tren y Tarfe insiste en pagar a Santiago sus servicios, pero éste lo rechaza, pues aceptarlo implicaría la invalidez de la revolución y la reproducción del mismo sistema.
Al llegar a Madrid, Santiago corre hacia Teresa (otro nombre, evidentemente, simbólico de España) que,ante él estupor de Tarfe, aplaude su conducta. “Yo estoy contenta. ¿Verdad que somos felices? No me canso de celebrar que rechazaras los cien duros que quiso darte el sinvergüenza de Tarfe”. Juntos abandonan España.
“Huimos del pasado; huimos de una vieja respetable que se llama doña Moral de los Aspavientos, viuda de don Decálogo Vinagre…; somos la España sin honra y huimos, desaparecemos, pobres gatas perdidas en el torrente europeo, juntos para siempre”.
En cambio, Tarfe se instala como diputado progresista en el supuesto nuevo orden. Aquí se encuentra rodeado de los que han sabido salvarse de la quema: “El romanticismo, ya pasado de moda en el teatro, no había dejado ni una chispa de fuego en las almas glaciales de los señoritos de clase media”. Eso señala el desprecio de Santiago y Teresa Villaescusa hacia el cínico Tarfe que, en el fondo, nunca entiende los intereses reales del pueblo español.
Un personaje con quien Galdós simpatiza durante los años 50, pero al que considera rebasado por los acontecimientos a partir del 68.
Frecuentemente, desde su escaño parlamentario, reflexiona melancólicamente. Manolo Tarfe había sido un romántico y ahora era un cínico. No lo reconocía y le dolía la incomprensión de sus amigos Santiago y Teresa. No podía creer que las personas que más admiraba y deseaba proteger hablaran de él como un sinvergüenza. Alguna herida invisible manaba incesantemente en su interior y supo que sus labios jamás cicatrizarían, y también supo su nombre: vejez, y su duración siempre.
Ya no era el “risueño Tarfe”, ni “un joven muy simpático y bien vestido ”, ni “el buen Tarfe”, ni “la caja de música más bonita y menos cansada de Madrid”. Ahora sólo era “un caballerete ” y “un sinvergüenza”. A sus cuarenta y cinco años era un viejo egoísta incapaz de comprender la inapelable armonía de la juventud y el mundo, que él mismo había disfrutado.