Cuando practicamos la rara actividad de visitar un museo y observamos los objetos de cualquier época que éste nos ofrece, veremos una serie de ellos que siempre han acompañado a la humanidad desde que esta tuvo uso de razón.

Estos son los objetos de barro cocido que aparecen ineludiblemente asociados a toda actividad humana, llevándose hasta la tumba en la mayoría de las culturas. Todas las piezas de cerámica se conciben a partir de una necesidad que gira en torno a la alimentación, cocina y el aseo, por ello pocas cosas como ésta tienen una carga de vitalidad tan grande y nos aportan tanto conocimiento de la forma de vida de una sociedad como si fueran documentos con un código impreso.

También observamos como un mismo diseño de pieza se va perfeccionando hasta alcanzar su máximo, manteniéndose durante siglos en este nivel con pequeñas variaciones locales.

De la necesidad básica de acarrear agua hasta la vivienda surge el cántaro, del que podemos decir que pocas cosas hay que compitan con él en belleza de líneas y en utilidad, como objeto para transportar, almacenar y servir agua.

De otra necesidad no menos vital como es la de cocinar se deriva la cazuela o la olla de barro, en las cuales más que su diseño lo que la caracteriza es su calidad técnica para elaborar excelentes guisos que ningún medio técnico culinario actual se le puede aproximar, por muy sofisticado que sea. Y es que este material tiene la cualidad de transmitir muy lentamente el calor hacia la cocción de los alimentos.

Y así podríamos seguir enumerando ejemplos de piezas como el ataifor y la escudilla (para servir la comida), el botijo, el brasero, etc. la lista sería interminable. Y, ¿qué ha sido de todas estas piezas que nos han acompañado durante miles de años? Pues sencillamente que nuestra sociedad occidental ha dado un giro de 180º en poco tiempo, aproximadamente en 50 años o dos generaciones. Pasando de un sistema de autoconsumo, con empleo de materiales locales y el reciclaje de residuos a una economía de consumo masivo para la que se hace necesario el empleo de plástico y otros materiales para los envases, dando lugar al ingente problema de la basura hasta el punto de poner en peligro nuestro propio hábitat.

Y es en este punto donde se impone una reflexión por el alto coste que conlleva este “progreso”; pero no es mi intención desarrollar este punto pese a lo tentador del tema, sino reflexionar sobre el hecho de que estamos a punto de mandar a los museos piezas que nos han acompañado en nuestros hogares durante miles de años. Cuando todavía tenemos el privilegio de encontrar algunas de ellas entre el ajuar doméstico de nuestras abuelas o en el mercado a precios irrisorios.

Un botijo puede costar unas 350 pesetas y un cántaro 1.000 pesetas. Pero lo que nos debe de apenar no es su escaso valor material, sino lo que esta pieza representa al estar tan unida a nuestra cotidianeidad que una pérdida se podría comparar con la de una cualidad humana, o el de una especie vegetal o animal. Toda la historia de la humanidad cabe en la cadena de vasijas que han desaparecido en poco tiempo de nuestros hogares.

Artículo editado por Corporación de Medios de Andalucía y el Ayuntamiento de Atarfe, coordinado por José Enrique Granados y tiene por nombre «Atarfe en el papel»