Amanece octubre y una canción tornasolada de hojas marrones va descendiendo lentamente del plátano de sombra, del arce y del ginkgo biloba vivaldiano; apenas han rozado las primeras gotas de lluvia otoñal los espacios ciudadanos, pero se intuye en el ambiente un frescor de mañana que invita a la sorpresa y a la risa.

La emoción se desliza por las calles en las caras de los niños que apenas han empezado el colegio; casi todos llevan recién estrenadas las mochilas, los lápices de colores, una libreta azul donde ir garabateando el futuro y una goma de borrar, que sirve para empezar de nuevo cuando se confunden de adjetivo o no les sale el dibujo. Equivocarse forma parte del proceso aunque ellos todavía no lo sepan porque a esas edades todo es mágico, hallazgo maravilloso, prodigio inesperado.

Con la fuerza que da la emoción de necesitar explorar el mundo pequeño que cabe en su cotidianeidad, a estas edades es imposible que asomen la pereza o el cansancio; tampoco el silencio, porque hay una imperiosa obligación de preguntarlo todo: desde las razones por las que la nieve esté tan fría al porqué de irse a dormir.

Así, caminan y hablan de la mano de sus padres o de sus hermanos mayores con la fascinación del descubrimiento que supone empezar a comprender que la vida se hace de pequeños fragmentos de espejo que cada cual va combinando despaciosamente hasta poder mirarse en ellos. Esta suma de recuerdos que se van entremezclando —aun precariamente— conformarán luego aquella memoria involuntaria de la que hablaba Proust, retazos de añoranzas que, en los momentos difíciles, sirven para refugiarse en ellos como quien se cobija en un abrigo desgastado por el uso que se acomoda perfectamente a nuestro cuerpo.

Pero ahora es momento de alegría, de ir desvelando secretos cercanos y lejanos guiados por las voces de los padres, los abuelos y, sobre todo, de los maestros. En ellos se depositan las esperanzas de futuro, conscientes de que cada niño es un asombro frágil que requiere prudencia, entusiasmo y talento para despertar la imaginación como motor que abre las infinitas posibilidades de las preguntas a la espera de respuesta.

Apenas son las nueve y ya se van sentando en los pupitres sin dejar de jugar entre ellos y de hablarse a gritos. Sólo la paciencia alegre y abisal de los docentes vocacionales obra el milagro de frenar el torrente unos instantes; apenas nada, lo justo para encauzarlos por el senderillo gozoso de losetas rojas, verdes o magentas que los lleva a cada hallazgo.

Hoy pueden ser las letras del abecedario que bailan o se visten de domingo para ser mayúsculas. Mañana tal vez se arriesguen a explorar, cautelosos al principio y decididos después, el rincón de lectura para desvanecer su orden con la impaciencia de quien quiere desplegar el infinito con sólo volver las páginas. Luego, al día siguiente, navegarán entre números, iniciarán la travesía que los lleve a comprender que todo lo que no suma acaba por restar, y que cualquier resta es el paso primigenio de la división.

Es decir, que todo irá avanzando con la templanza de saber que los niños no son cántaros que se llenan de agua, sino luces que se encienden al combinar ágilmente movimiento, curiosidad y extrañeza, haciendo del aprendizaje una aventura perpetua. La aventura que es vivir.