MEMORIAS DE UNA HISTORIA INVENTADA: MILI. PUNTO UNO (parte 1)por Manuel Sierra
Todos los días, antes de coger el autobús, bajo al sótano a sacar el coche del garaje para que mi mujer se lo lleve a su trabajo, y a veces hay un momento mágico cuando levanto la vista al cielo del oeste, aún a media luz, evoco recuerdos de un tiempo pasado, porque también tenía que levantarme a sacar otro coche…
– López, ¿sabe usted conducir? ¿tiene carné?
– Claro, mi teniente coronel, desde hace tres años.
Mi teniente coronel, sobre un metro ochenta de militar delgado, enjuto y serio, de los de antes, me miró como sopesando si seguir o no. Yo era un chico más bien escuálido, más bajo que él, aunque bastante despierto, y no debía ser muy tonto cuando el comandante, que ese sí que era un fiera, me había fichado para ser el furriel del cuartel en cuanto llegué al Cristo, debió pensar el militar.
Verá, le tengo que pedir un favor -dijo en un tono autoritario, como una orden, porque él siempre daba así las órdenes, lo sabía desde que le vi la primera vez-,… y antes de que diga sí o no quiero que sepa que puede negarse, porque lo entenderé, dijo enarcando una de sus pobladas cejas (ni se me hubiera ocurrido negarme, ya fuese lo que fuese que me pidiera, que por otra parte, del tiempo que lo llevaba conociendo, sabía que no sería ni deshonesto ni ilegal ni desleal). Necesito que desde mañana hasta que acabe el curso, saque mi coche y lo estacione en la puerta de entrada del cuartel. Querrá hacerlo? Es muy importante para mí. El coche lo necesita mi hija para ir a la Facultad y no creo que sea adecuado que entre al cuartel ella a por el coche. La verdad es que yo no necesitaba tanta explicación.
Por supuesto, mi teniente coronel. Ningún problema. Desde mañana me haré cargo de sacar su coche. A qué hora lo necesita? Dónde le dejo las llaves?
El bigote abundante pero cuidado de mi teniente coronel hizo un rictus de conformidad. Antes de las 7:05 tiene que estar delante del cuartel. Las llaves puede quedárselas porque tengo otro juego. Gracias. Me despedí con el consabido A sus órdenes mi teniente coronel y salí del despacho en el convencimiento de que aquello era una oportunidad, como así fue. Esa conversación ocurrió en su despacho, a principios de febrero.
Ser el furri del acuartelamiento tenía estas “ventajas” que no todo el mundo entendía como tales, pero para mí era la posibilidad de escaquearme un rato para comenzar el día a gusto, conduciendo, dar un paseo por los alrededores del cuartel, por la carretera a Las Mercedes y Las Canteras, luego un pequeño rodeo por la parte norte de La Laguna, porque, como le dije al teniente coronel, no era bueno para el coche llevarlo recién arrancado y dejarlo enseguida en la puerta del acuartelamiento, sino que era más fiable y conveniente darle primero un “corto” paseo para que su hija no tuviera problemas con el motor frío. El teniente coronel, que era más que perro viejo, pronto entendió mi interés y la única condición que me puso es que estuviera a la hora establecida en la puerta del cuartel, con gasolina suficiente. El coche era un 1500 blanco con unos 15 años, con el techo gris, de gasolina, que todavía tenía un cierto reprís, y que a mí, acostumbrado al «seíllas» de mi padre, se me antojaba un BMW.
Aquella situación me permitía darme unos garbeos por las carreteras de Las Canteras, Las Mercedes y volver al Cristo de La Laguna, en total no más de 15 o 20 minutos, que a mí me sabían a gloria por la sensación de libertad en aquel mundo, el del servicio militar, casi totalmente controlado en su horario y actividades. Y aunque me obligaba a madrugar algo más, el premio lo merecía, ese rato de libertad era impagable.
Hacía solo tres meses que salí de casa, con mi petate verde lleno a rebosar de ropa de calle (para cuando salgais del cuartel, que digo yo que os dejarán aunque sea un rato el fin de semana, justificaba mi madre) y comida, ¡ay, la mama!.. Comida para mí y para medio regimiento. El tren lo cogimos una soleada mañana en la estación de Granada y nos llevó hasta Sevilla. No sé dónde llegamos, pero al menos iba con mi buen amigo Esteban, antiguo compañero del Instituto, con el que a partir de aquel viaje y del resto del campamento, se continuó con aquella buena amistad que habíamos forjado en la adolescencia, y que el tiempo y los estudios habían enfriado un poquito; a ninguno de los que íbamos en aquel tren a servir a la Patria nos dio lugar a pisar más de tres metros de calle en Sevilla antes de que hombres uniformados, con la gorra de PM (Policia Militar) nos metieran en camiones que nos llevaron a unos edificios que, imagino, debían ser del Ejército. Desde allí, al cabo de dos días inacabables e insufribles por el calor, ya que estábamos a mediados de septiembre y Sevilla es un horno en esa época, nos subieron en un Hércules con dirección a Tenerife. No recuerdo si me dio lugar a cambiarme de ropa, o siquiera a ducharme en condiciones.
Era la primera vez que subía a un avión, y estaba algo impresionado, aunque había estudiado y conocía apenas Barcelona y Madrid, en fin, que no tenía mucho mundo. Un muchacho de aspecto serio y triste que tenía a mi derecha, que se ve que tenía aún menos mundo que yo, cada vez que alguien se levantaba ponía el grito en el cielo “Quillo, no te muevas, ¿no has oío al teniente? Coño, no t’estarás meando tanto. Aguanta que sólo es un ratillo”, con más miedo que vergüenza. Los demás nos mirábamos y nos sonreíamos: el miedo es libre, por supuesto.
Llegamos al aeropuerto del Sur de Tenerife de noche, serían las 2 o las 3 de la mañana. Delante nuestra una explanada que podría acoger 10 campos de fútbol, con espacios perfectamente delineados entre docenas de camiones y Land Rover militares.
Conforme salíamos del avión nos fueron formando y cargando en camiones como si fuéramos carne, con un destino que nosotros solo conocíamos de nombre: Hoya Fría. Yo no recuerdo si estaba más dormido que asustado o más acojonado que despierto. Allí todo el mundo daba voces y entre el sueño, los uniformes, las leyendas de la mili, la verdad es que resultaba exageradamente castrense. Todos los reclutas íbamos vestidos de paisano y los uniformes de los militares que nos esperaban a pie de escalerilla imponían un respeto que nunca antes había experimentado. Ese respeto se me ha quedado grabado en la mente desde entonces, y cuando veo a alguien uniformado siempre me encuentro algo incómodo, da igual que sea militar, policía, bombero, médico o lagarterano.
Al llegar al campamento la cosa no empezó mal, y en lugar de pelarnos al cero, como en el resto de compañías, en la nuestra nos pelaban a tijera, con lo que la “peluca” de los de la séptima era un rasgo diferenciador. El resto de reclutas, incluido mi amigo Esteban, nos decía, con un mal disimulado sentimiento de sana envidia: Qué suerte, ¡estás en la séptima!
Allí tuve la suerte de conocer a algunos personajes con los que finalmente compartiría más tiempo que con muchos amigos de toda la vida en Graná. Porque eso sí, tiempo libre tuve en el campamento para aburrir. Que pena que la cabeza tenga la capacidad que tiene y haya borrado tantos momentos que fueron dulces allí.
Las tardes yendo a la cantina a pedir una cerveza y un bocata, a jugar al ping-pong o al futbolín, los fines de semana esperando el bus (la guagua en tinerfeño) que nos llevaba a Santa Cruz. También recuerdo las sesiones de tiro, y la decepción de descubrir que el magnífico tirador que hay dentro de mí estaba solo en mi imaginación. Sufrí también el típico caso del soldado que se vuelve con la metralleta hacia el teniente para decir con voz atolondrada lo de “se m’ancasquillao” y entonces todos los que estábamos en su línea de fuego nos tiramos cuerpo a tierra. Al pobre desgraciado le cayeron un par de días de castigo, creo recordar.