«CÓMO VIVÍ LA MUERTE DE FRANCO» por Alberto Granados
La muerte de Franco, hace cincuenta años, fue un largo proceso de apagamiento del que sólo se nos permitía conocer el parte diario que firmaba el equipo médico habitual y que nos dejaba llenos de incertidumbres y temores de un nuevo golpe.
No se esperaba solo que un enfermo muriera. Además se esperaba que las esperanzas y sueños democráticos de un país entero salieran adelante. Lo que decía el parte de cada tarde no dejaba indiferente a nadie: a los franquistas, porque la muerte del dictador iba a traer una situación convulsa a la que le temían; a los antifranquistas, porque, descabezado el Régimen en 1973, con el atentado de ETA contra Carrero Blanco, se palpaba la proximidad de un acercamiento a la democracia, que era lo que la mayoría deseaba, aunque aguantaba estoicamente la situación.
En esa época yo estaba trabajando en Jaén y aún estaba soltero. Me alojaba en un piso de estudiantes meticones, maleducados y ruidosos. La dueña, que tenía otros pisos de estudiantes, me habló de que iba a estrenar uno flamante y que ahí iba a alojarnos a los más serios y responsables. Al ser un alojamiento a estrenar, resultaba un poco más caro, pero estaba junto al Colegio Universitario, donde yo cursaba tercero de Filología Hispánica y también estaba a un paso de la casa de mi entonces novia. Y allí coincidimos varios huéspedes, a los que apenas veía por cuestión de horarios.
Era un momento absolutamente anormal: el país se jugaba su futuro, todo el mundo sentía una enorme inquietud, pero nadie se atrevía a abrirse de capa y exponer sus expectativas. Existía un fiero Tribunal de Orden Público que podía desde quitarte la condición de funcionario hasta meterte en el trullo unos cuantos años. Solo se hablaba de Franco con gente con la que mediara mucha confianza y siempre con el temor de que fuera un infiltrado de la policía secreta, algo que ya me había ocurrido durante el servicio militar con un soldado amigo.
La noche del 19 de noviembre de 1975 llegué a mi dormitorio y oí las noticias en un pequeño aparato de radio, un “transistor” se le llamaba por entonces. Leí un rato y me dormí, es decir, un comportamiento absolutamente rutinario.
El dictador llevaba en la misma situación muchos días y ya habíamos oído muchos partes prácticamente iguales. Yo pensaba continuamente en aquello que cantaba Lluis Llach que decía hablando de una estaca segur que tomba, tomba, tomba / i ens podrem alliberar. Todos sabíamos que aquella estaca plantada en medio de España desde hacía 40 años “seguro que cae, cae, cae, y nos podremos liberar”. Pero no se podía cantar: más de una vez, con el auditorio lleno de público le habían prohibido el recital al cantautor catalán, precisamente por canciones como L’estaca. Pero nadie manda en un cerebro y media España se cantaba mentalmente aquel estribillo.
Y a eso de las 7 de la mañana del día 20, el vecino del cuarto de al lado, que ya se había arreglado para ir al trabajo tocó en mi puerta. «Ya se ha muerto». Nos miramos y no dijimos nada. Él se fue a su trabajo y yo oí en la radio que se suspendían las clases, tanto las que yo impartía, como las que recibía en el mencionado Colegio Universitario. Fui a casa de mi novia, donde acababa de llegar un álbum de Mercedes Sosa que me había encargado para mi santo, que había sido días antes. No vieron prudente poner canciones reivindicativas en un día en que se había decretado un riguroso luto oficial. El gesto podía ser interpretado por alguien como una falta de respeto al muerto y tener consecuencias.
Corrió una consigna: cada uno a su casa del pueblo, porque se esperaba que la policía o la extrema derecha la liaran. La familia de mi novia se fue a su casa familiar y yo fui por la tarde al centro de Educación de Adultos en que trabajaba a que me dieran instrucciones. Dos personajes, compañeros de claustro, llevaban sus corbatas negras y se afanaban por instalar una bandera a media asta y con un crespón negro en un emplazamiento en que el mástil llevaba años oxidado y roto. Me regañaron por no llevar otra corbata negra, como habían hecho ellos, sin duda mejores patriotas que yo. Viendo el panorama, opté por quitarme de aquel siniestro escenario y también me fui a mi pueblo. Por lo menos estaría con mi madre.
Aguanté aquel circo solo dos o tres días y me volví a Jaén, solo por ahorrarme las mil horas de telediario, tan lacrimógeno como embustero. Había muerto un dictador, no un santo varón. Yo quedaba con mi gente en una improvisada tertulia que establecimos en el bar de El Criminal, en la parte vieja de la ciudad, donde especulábamos en voz baja sobre lo que iba a pasar y sobre quién podía formar el próximo gobierno. Y siempre con el miedo de que hubiera un delator que nos comprometiera. No acertamos en nuestras cábalas, tal era la falta de cultura democrática que sufríamos. Pero manteníamos intacta una ilusión por un futuro que hoy ya es solo un pasado imperfecto
Cuando el barómetro del CIS asegura que se está intentando limpiar la cara al franquismo, cincuenta años después, me asaltan estos viejos recuerdos, que con toda su viveza, me devuelven a un pasado que ya creía superado aunque ahora no las tengo todas a mi favor, con la derecha (PP + VOX) que nos ha tocado en suerte.
Alberto Granados
(Noviembre, 2025)