«AQUELLAS NAVIDADES» por Remedios Sánchez
Un Niño Jesús de barro, la Virgen mirando al cielo, san José con el bastón desportillado y una estrella de plata para guiar el camino de los Reyes.
Sabíamos que había llegado la navidad por dos señales inconfundibles: la primera, que la abuela aposentara el belén (humilde, como todo lo que tiene un valor incalculable) en la mesa principal del salón de los domingos, ese que sólo se abría para recibir visitas o en los momentos más solemnes; la segunda, escuchar a los niños de San Ildefonso cantando el Gordo de la lotería desde el televisor en blanco y negro del abuelo.
Es decir, que todo comenzaba alrededor del veintidós, cuando pasábamos de la rigidez de la caligrafía y de los cuadernillos Rubio a la libertad de los días anchos que implicaba trepar a las ramas más altas para alcanzar las naranjas más jugosas, hacer piruetas imposibles con la bicicleta o levantar un torbellino de plumas y risas en el corral espantando a las gallinas. Todo sin olvidar, claro, la indispensable tarea de escamotear sigilosamente los mantecados de la bandeja que la madre había preparado con primor para agasajar a los vecinos. Pero había que hacerlo a toda prisa, con esa urgencia luminosa que solo entiende la niñez, como si el mundo se acabara mañana. Para los chiquillos de entonces, la clave nunca estuvo en tener muchos juguetes (no hacían falta), sino en la imaginación, invariablemente dispuesta a improvisar una aventura prodigiosa con lo mínimo. “Esa niña está muy callada, a ver qué picardía está inventando ahora”, decía la yaya, entre la ternura y el recelo, adivinando un desenlace más que previsible de tiritas y agua oxigenada. Y así transcurrían las jornadas: corriendo arriba y abajo desde que Dios amanecía hasta que las últimas luces se rendían en el horizonte, siempre con un propósito tan entretenido como censurable en cuanto los adultos se percataran del asunto. Pero eso sería luego y nosotros habitábamos un ‘ahora’ perpetuo.
Más tarde, cuando el viento frío traía en bandolera todo el negror de las noches de diciembre, cenábamos deprisa y nos acomodábamos junto a la lumbre para escuchar las historias más hermosas que he oído jamás: animales que hablaban mejor que los hombres, astutos chiquillos que triunfaban sobre seres malvados o árboles que crecían y crecían atravesando las nubes. Unas veces era el padre quien llevaba la voz cantante y otras el padrino, mientras el televisor permanecía mudo y casi olvidado, reducido a simple mueble, porque frente a la magia de aquel escenario de palabras puestas en pie y troncos que chisporroteaban tenía la batalla perdida de antemano. Únicamente cuando el cansancio podía más que la curiosidad y los párpados se cerraban despaciosos, tocaba irse a la cama. No eran más de las diez y quedaba por delante una larga noche para soñar en la paz infinita de unas sábanas blancas con olor a romero. Es curioso lo poco que necesitábamos entonces para construir un universo tan perfecto, tan completo emocionalmente como para que siga cobijándonos aún hoy, mientras todo a nuestro alrededor son destellos parpadeantes de colores y compras compulsivas asociadas a un señor gordito vestido de rojo. Será por eso que aquí seguimos sin perder del todo la esperanza, compartimentando la mirada entre el ayer cumplido y el mañana que esperamos. Empeñados en tratar de ser un poco felices.
FOTO: Niña tocando la Zambomba.