«Las mil caras del destino» por Alberto Granados
Alfonso hubiera podido remolonear, hacerse el despistado o decir abiertamente que no, pero Susana quería esos dulces y, venciendo la pereza, salió hacia aquella insignificante pastelería del mínimo pueblecito donde llevaban veraneando más de veinte años. Ese frío fin de semana habían bajado a la playa sólo para dar una vuelta y comprobar el estado de las plantas tras el temporal. La lluvia y el viento eran insoportables y sabían que había sido un error venir en esas condiciones, que tal vez deberían haber dejado esa revisión para otro momento menos riguroso. Como no apetecía salir a dar uno de esos largos paseos por la playa, Susana preparó un té y fue cuando lanzó la sugerencia:
-¿No te tomarías unos almendrados?
Y como había dejado de llover, él se puso un chubasquero y salió a por los deliciosos pastelillos. Al salir del apartamento hubiera podido coger el coche, pero le apeteció ver el mar y recorrer la calle llena de charcos. Los azules del verano eran ahora un gris plomizo en el cielo por donde las nubes pasaban a gran velocidad, arrastradas por el vendaval. Le agradaba ese aspecto fantasmal que tenía el pueblecito en esta época, con todos los bloques de apartamentos cerrados, algo totalmente distinto de lo que estaban acostumbrados a ver. En ese momento tal vez no hubiera allí más veraneantes que su mujer y él mismo.
Puesto que decidió ir andando, tomó la calle principal, que era la que le permitía ver retazos de mar en todos los cruces. Era una calle ajardinada que había recorrido miles de veces para ir a por el periódico, hacer la compra o para dar un paseo. A lo lejos vio aparecer por una esquina las figuras de un anciano y su hijo, un chico deficiente mental, con quienes se había cruzado innumerables veces.
Los saludó al pasar y vio un rimero de libros y papeles junto a un contenedor de basura. ¡Irresistible! Siempre le habían gustado los libros, de todo tipo, de toda época, de todo pelaje, y no era la primera vez que los recogía. Se acercó y miró lo que había: un atlas de 1938, un tratado de biología de los años cincuenta, novelas baratas de los años cuarenta, unos archivadores llenos de fichas desvaídas que contenían la contabilidad de alguna familia, unos grabados viejos, feos y muy estropeados… Del montón de papeles, cayó un pequeño bulto blanco que rebotó varias veces hasta que quedó flotando en un charco. Era una bolita de un bingo infantil: el número 73.
La recogió y se quedó mirándola. Una bolita de un bingo cayéndole a los pies en una tarde espectral del más desapacible fin de semana del invierno en medio de la soledad más absoluta… ¿Qué significaba aquello? ¿Era un mensaje, una broma del destino? Él podía ser racionalista, pero la situación era insólita. Decidió que el mismo lunes, en cuanto fuera al trabajo, buscaría un décimo para el próximo sorteo de lotería. Tendría que acabar en 73. También decidió no decírselo a Susana, no fuera a reírse de sus locuras.
Y en efecto, tan pronto como volvió a la ciudad, inició la búsqueda de un 73 por varias administraciones de lotería, compró varios cupones de la ONCE terminados en 73 y marcó el 7 y el 3 en los boletos de la Primitiva, que ahora sellaba compulsivamente. Apenas obtuvo unos reintegros, alguna terminación, unos escasos euros en los sorteos semanales. La lotería de navidad tampoco le dio ganancia alguna, pero la del Niño fue bien generosa con él, ya que el gordo terminaba en 73 y ganó una pequeña fortuna que, ahora sí, tuvo que explicarle a su mujer, quien extrañada y divertida no podía aceptar la absurda credulidad, la vana observancia, la pura superstición de Alfonso, aunque celebró contentísima el impulso de su marido y su ganancioso resultado. Ahora podrían montar la tienda de muebles y decoración de alto standing, el negocio que siempre quisieron, y dejar una buena parte del dinero a buen recaudo para el futuro de los hijos.
La vida les sonreía y eso había que celebrarlo con un capricho largamente pospuesto, así que Susana contrató un viaje a Berlín, Praga y Budapest para los primeros días de marzo: hoteles buenos y céntricos, por supuesto que con desayuno incluido, vuelos en compañías fiables en clase bussiness… Alfonso y ella tenían el aire de ser absolutamente felices, unos triunfadores.
Llegó la fecha y volaron hasta Berlín, donde disfrutaron del cosmopolitismo de la ciudad. Durante el vuelo a Praga, al iniciar el descenso, oyeron un fuerte ruido en un motor, hubo una gigantesca explosión y el fuego se los tragó para siempre. La prensa internacional se hizo eco de la catástrofe y los telediarios dieron cuenta del alto número de muertos y heridos, no sólo entre el pasaje, sino también entre la gente que esperaba en el propio aeropuerto, sobre el que cayeron los restos de la aeronave convertidos en una gigantesca bomba ardiente y cientos de mortíferos fragmentos, auténticos proyectiles que provocaron una masacre de efectos nunca vistos.
Susana y Alfonso nunca supieron que si aquel fin de semana del pasado invierno hubieran decidido no bajar a la playa a dar una vuelta a las plantas (se sabía que iba a hacer muy mal tiempo); que si ella no hubiera insistido en que él trajera aquellos deliciosos almendrados, que tanto le gustaban, pero que engordaban irreparablemente; que si él hubiera renunciado a ver el mar grisáceo y el cielo cargado de nubes veloces; que si él hubiera decidido ir en coche y hubiera recorrido la calle paralela a la principal; si hubiera visto sólo de lejos al padre anciano y a su hijo subnormal, sin oportunidad de saludarlos… nunca se habría encontrado con el montón de libros y papeles. Tampoco habría visto la bolita del bingo con el número 73 y jamás le habría entrado aquella manía de participar en los sorteos, dejando a un lado sus frías convicciones de siempre.
Obviamente, no habrían ganado el montón de millones, ni él se habría despedido de la compañía de seguros, ni habría iniciado el traspaso de un local que Susana consideró idóneo para QMuebles (Q de quality –habría aclarado ella-), ni habrían viajado a Berlín y después a Praga, donde yacían en el depósito de cadáveres esperando que los hijos reclamaran las pruebas para identificarlos y repatriarlos a la ciudad, cuya prensa local ya había dado abundantes datos sobre sus biografías.
Si nada de eso hubiera sucedido, Susana y Alfonso estarían vivos. O no, que eso nunca se sabe.
CARA 2
No le apetecía nada ir al pueblo a comprar almendrados para el té que su mujer estaba preparando, pero como había dejado de llover, en vez de rehusar la propuesta o remolonear, se puso un chubasquero y fue a la pequeña pastelería. Al salir del apartamento, hubiera podido ir andando por la calle principal, pero el aire le hizo desistir y cogió el coche. Conduciría lento para comprobar ese efecto extraño de atravesar el pueblecito, donde tal vez no hubiera más veraneantes que su mujer y él mismo, equivocados al elegir un fin de semana desapacible e inapropiado para dar una vuelta a las plantas. Los bloques de apartamentos permanecían cerrados, lo que le daba al pueblo un aire fantasmal. Las nubes pasaban por encima, arrastradas por las rachas de viento a una imposible velocidad y el mar tenía un extraño color plomizo.
Tuvo que desviarse a la calle paralela, pues había una dirección prohibida. Ahora se perdería el espectáculo de divisar retazos de mar entre las distintas manzanas de casitas y chalés, aunque aprovecharía la bajada por la calle principal para llenar las pupilas de olas. En uno de los cruces, vio de espaldas las figuras de un anciano y su hijo, un muchacho con deficiencia mental, que se dirigían a la calle que él acababa de dejar atrás. Le hubiera gustado saludarlos, como otras tantas veces.
Llegó a la pastelería y compró varios tipos de dulces: él era goloso y la amplia variedad de pasteles era una tentación, a la que sucumbió. Esta vez había sido iniciativa de su mujer y no le iba a poder criticar la gula, así que había que aprovechar la coyuntura, y después ponerse a plan una vez más.
Se dirigió al apartamento, esta vez por la calle que le gustaba. Junto a unos contenedores de basura, el anciano y su hijo removían unos libros antiguos, como él había hecho más de una vez. Los saludó con un gesto y siguió. Le pareció ver que algo blanco rebotaba y aquel pobre chico se agachaba a recogerlo. Aparcó junto a su casa y entró victorioso llevando la bandeja de pasteles como un trofeo de guerra. Cuando su mujer vio la enorme cantidad de dulces, comentó jocosa:
-Después de esto, un par de kilos más… Ya tendrás que ir pensando en hacer un plan de comidas, pero bien estricto –le palpó la tripa sonriendo-, que el torso bajo, como tú le llamas, está ya demasiado bajo.
Tras el té, Susana calculó para cuándo podrían programar unos días de vacaciones. Propuso viajar a Berlín, Praga y Budapest, pero vieron que la economía no les iba a permitir demasiadas alegrías. Ella quedó encargada de buscar unos vuelos y hoteles baratos, y de este modo, a primeros de marzo, visitaron Praga. Disfrutaron de la ciudad del Moldava, del puente de Carlos, de las cervezas y del espíritu de Kafka. Llegó el día de regresar y tomaron el metro al aeropuerto, facturaron el equipaje y se dirigieron a la sala de embarque. Cuando estaba llegando la hora de su vuelo, que procedía de Berlín, oyeron un fuerte ruido, una gigantesca explosión y el impacto apocalíptico de un avión que se les vino encima y acabó con sus vidas.
Susana y Alfonso nunca supieron que, sólo unos días antes, el chico deficiente de la playa se sacó del bolsillo del pantalón una bolita blanca y se la entregó a su padre como si fuera un maravilloso tesoro. Era una bolita de un bingo infantil, con el número 73. El padre, que siempre le hablaba al chico, aunque este no podía entender gran cosa, le dijo:
-¿Qué es esto, Paquito? ¿De dónde lo has sacado? ¡Hombre, un 73! El año en que naciste… Tal vez esto signifique algo… Mira, vamos a comprar lotería, a ver si… –el chico hacía ruidos guturales mientras el padre le limpiaba la boca y le explicaba sus planes-. Ya va siendo hora de que nos toque algo bueno, ¿verdad, hijo?
La pareja, que yacía en el depósito de cadáveres de Praga, a la espera de la repatriación, tampoco podría saber nunca que el anciano había comprado varios décimos acabados en 73 y que podía ganar una fortuna en el sorteo de esa misma mañana, la mañana del día 7 de marzo, que quedó recogida en todos los periódicos y telediarios del mundo por la dantesca catástrofe aérea de Praga. En una de las imágenes de los medios, aparecía, en mitad del horror, una pareja medio aplastada que vestía ropas similares a las que ellos llevaban ese día. En esa imagen también se veía un panel electrónico de la sala de embarque en el que el tiempo había quedado congelado marcando un clarísimo 7 y un 3 en los cuadros correspondientes al día y el mes.
Susana y Alfonso tampoco pudieron oír la sobrecogedora carcajada que aquel chico deficiente estaba soltando a esa misma hora, a varios miles de kilómetros, al ver la cara ilusionada de su padre, feliz por una vez, porque estaba convencido de que en esta ocasión la suerte les iba a sonreír.
CARA 3 (y sucesivas)
Remedios, que llevaba tantos años de asistenta con el padre de Paquito, hizo sus números cuando padre e hijo se fueron a una selecta residencia de la ciudad. Tenía ahorrados unos miles de euros y era el momento de darles una salida definitiva. Ya estaba harta de fregar casas ajenas, así que la desaparición de esas dos buenas almas fue el pistoletazo de salida para su futuro. Ambos estarían bien atendidos y ella quedaba liberada de una responsabilidad que se había echado.
Empezó a darle vueltas a su antiguo proyecto: con esos ahorros podría abrir en la ciudad un local para vender bocadillos, paninis, ensaladas y pollos asados. Tal vez era su gran oportunidad y, tras muchas gestiones, sólo cuatro meses después abrió “El Asadero”. Aunque ella no lo sabía, era el mismo local al que Susana le había echado el ojo para cuando pudiera abrir su soñada tienda de muebles. El negocio de Remedios fue rápidamente todo un éxito.
Fernando, el novio de su hija Paqui, le ayudaba en el mostrador esos primeros días, ya que estaba de vacaciones. Era un buen chico, siempre atento con Remedios. Con lo que ésta le pagara y sus propios ahorros, quería regalarle una moto de segunda mano a Juan Ramón, su hermano pequeño, para que fuera a la Facultad con más rapidez y comodidad, aunque no podía imaginar en aquellos momentos las consecuencias del accidente que, sólo unos meses después, llevaría a Juan Ramón a las manos del mismo masajista que atendía en la residencia a Paquito, el chico que encontró la bolita con el 73 el invierno anterior.
Este masajista trabajaba por las tardes para ganar un dinero extra que pensaba donar a la ONG en la que trabajaba. Trataban de construir una escuela y un pozo con sus canalizaciones en un poblado del África subsahariana, aunque por entonces nadie podía sospechar que varios años después uno de aquellos chicos de esa escuela vendría como inmigrante ilegal a la ciudad y más de un día vendería sus baratijas delante del local de Remedios.
Aquella bolita de un bingo infantil que apareció entre unos libros una tarde rigurosa de un invierno ya olvidado había enlazado muchas vidas, de la mano de las mil posibilidades de eso que solemos llamar destino.
Alberto Granados
Relato comprendido en mi libro electrónico “Cabos sueltos”, disponible en el servicio de descargas de Amazon.es