«LA MATANZA» Por Manuel Sierra
Siempre que llega el invierno, acuden a mi memoria olores a mantecado recién hecho, a castañas, a matanza, sabores de anis dulce, bolas de coco o alfajores; imágenes de la escopeta de plomos, cuando íbamos a cazar, de nieve, de hacer muñecos con ella, sensaciones de libertad, de vacaciones, de familia, de unidad.
Recuerdo que las matanzas eran el punto de unión de las familias, de los vecinos, y evoco las reuniones en el patio de mi antigua casa, con aquél frío intenso que la lumbre, en la que se hervía el agua para las cebollas, apenas lograba atemperar. Cómo se preparaba la casa, comprando las tripas para el embutido, las especias para la mezcla, colocando todos los artilugios con los que se cortarían las cebollas en un ritual de golpeteo rítmico y hechizante, se rellenarían las tripas de embutido, se cocinarían partes del animal, se dispondría de tiempo para compartir, tiempo en familia. Era llegar la Inmaculada, a principios de diciembre, que entonces, será porque aún no había cambio climático o qué se yo, lo recuerdo más frío que ahora, tiempo para curar jamones y espantar a las moscas del cuerpo colgante del marrano.
Cuando llegaba Salvador el matancero, mi padre ya había preparado la caja donde se acostaría al verraco, y donde finalmente moriría el animal, entre intensos dolores, tras el certero degüello, sin juicio ni abogado. Yo lo pasaba mal, al menos en mi recuerdo no es agradable rememorar el chillido que cortaba el aire y nos petrificaba totalmente cuando era más pequeño, porque además lo había estado cuidando durante los dos o tres meses anteriores, dándole de comer, limpiándole la cama en la chiquera, y saber que lo iban a matar (y de qué manera) no era agradable, y aunque en sí la cuchillada era una muestra de pericia, destreza y nervios de acero, lo que peor llevaba era el trayecto desde la chiquera hasta el cajón, cuando el matancero hundía un gancho afilado y curvo en las narices o el paladar del animal y tiraba de él hacia fuera en un forcejeo terrible que alguna vez estuvo a punto de no acabar como se presumía, cuando el cerdo pasaba de unas dimensiones normales, que algunos los recuerdo como si fueran toros (por lo grandes).
La primera vez que ví cómo el profesional hundía con maestría el peaso cuchillo en el cuello del marrano me quedé consternado con la fuerza de la bestia, que a duras penas lograban entre varios hombres estabilizar y mantener encima de la caja donde le habían acostado, delante de la cual una zofaina grande recogía la sangre que le manaba abundantemente desde la herida en su cuello y que mi madre no paraba de mover y mover para que los embutidos salieran con lo mejor de la bestia.
Mientras tanto, y antes del sacrificio, los niños teníamos faena: picar la cebolla en cajas de madera donde se metían peladas y donde se les golpeaba con una maza en forma de aspa en cruz de unos treinta centímetros de alto en la que se engarzaba un astid de madera de un metro más o menos, con un metesaca rítmico, regular y controlado, ya que si te pasabas rompías el cajón y los votos se podían escuchar en Moncloa (y como entonces no se podía votar, porque estábamos en dictadura, pues, mejor no tentar la suerte…)
Tras la muerte del animal, toda la gente se afanaba en hacer la matanza de forma rápida y diligente. Todo el mundo ayudaba en las tareas, siempre a la orden de mi madre, que sabía cómo, cuánto, cuándo había que echar de cada cosa para la morcilla, el chorizo, la salchicha, y todo lo que se sacaba del marrano, que era todo el marrano, salvo las pezuñas (¡y no se si con ellas se hacía algo, aunque no comestible, claro!).
Mientras tanto, el matancero y algunos hombres habían pasado al cerdo muerto a una pila de madera, llena de agua caliente, donde lo pelarían, con unas cuchillas de afeitar que cortaban hasta la respiración, dejándole el cuerpo como “er culo un niño chico”. Tras el afeitado, el cuerpo se colgaba de una percha de madera en forma de cruz, suficientemente gruesa para resistir el impresionante peso del animal, con una cuerda que se pasaba por los tendones de los tobillos de las patas traseras, dejándolo cabeza abajo, “para que escurriera”. Entonces se abría en canal para extraerle las vísceras y órganos internos, dejándolo solo en huesos y carne.
Así pasaba la noche, y mientras tanto, toda la gente cenaba celebrando la buena suerte de la matanza, a base de morcilla caliente, careta y asadurilla frita con ajillos,…¡uhmmm! Para quien no lo sepa, la asadura es el hígado. Aún puedo saborear esos platos en mi memoria, pese al tiempo transcurrido, o quizás gracias a ese tiempo pasado, que aumenta con los años las buenas sensaciones vividas.
A los matanceros, porque a veces venían en pareja, se les preparaba secreto. No es que no se pueda contar, es que esa era la parte del marrano que más les gustaba o que por tradición, se les guardaba a ellos. No toda, obviamente, pero eran los primeros en probarla. Creo que la llamaban “zurrapa”.
La chiquillería disfrutábamos dándole vuelta al rabo del marrano mientras lo estaban matando (yo lo hice una vez, y como Santo Tomás, una y no más), y haciendo recados de última hora, que si matalauva, que se me ha olvidado, que tráete más pimentón, que paece que es poco, en fin, haciendo de niños, y jugando en mitad de todo y recibiendo por ello las reprimendas habituales, que si os vais a caer en la olla, que si vais a darle una patá a la sangre, que si quereis iros a la calle, y dejar el sitio a los mayores?
Seguro que a más de uno esto os suena a vivido, porque entonces la matanza era una actividad habitual, y los requisitos sanitarios eran mínimos; bastaba con que el matarife se llevara al laboratorio una muestra para ver si tenía o no triquinosis. Y en caso negativo, a disfrutar todo el año de jamón, morcilla, chorizo, panceta, careta, costillas, etc. que del marrano, como ya he dicho, hasta los andares se aprovechaban.