«RECUERDOS DE MI PADRE.» por Manuel Sierra
El mes que viene cumplirá 82 años, y forma parte de mi vida desde hace algo más de 53. Desde hace diez, más o menos, la vida entera se le mueve, por culpa de un Parkinson al que tiene bastante controlado y le ha quitado las fuerzas poco a poco, aunque no puede quitarle ni minarle su sonrisa. Ahora, tiene una movilidad … suficiente para no depender más que de su mujer, que lo mima demasiado y le consiente como a un niño pequeño, como le digo alguna vez, y le hace más frágil, obligándole a recibir una ayuda que no necesita en muchos casos; si bien le controla su pastillaje mejor que cualquier enfermero.
El primer recuerdo que tengo de él es de cuando yo no debía contar con más de dos añitos: en un día soleado, mientras esperaba con mi chacho Joaquin (mi bisabuelo) sentado en el bordillo de la acera, junto a una inmensa piedra clavada en el suelo de la esquina opuesta a la casa de mi tía Isabel; debía ser pasado mediodía y mi bisabuelo me señaló, levantando su brazo, que mirara hacia la esquina, por donde apareció, montado en su moto, todo blanco del polvo de cantera, mi padre. Es una imagen imborrable, puede que incluso idealizada con el paso del tiempo, pero para mí tan real como lo que estás leyendo.
Luego, en los años siguientes, como cualquier niño, le ví menos de lo que hubiese debido, sobre todo porque mis ganas de juegos y la posibilidad que brindaba la calle, los olivos, los cerros y la escuela, imposibilitaba en gran medida una mejor conjunción de horarios; no obstante, no recuerdo esas ausencias como algo negativo, sino que lo viví como situaciones normales, similares a las que tenían mis amigos, vecinos y compañeros de juegos. Por otro lado, mi madre nunca se separaba de mi hermano ni de mí, y eso hacía más llevadero ver menos a papá. La cena y el almuerzo eran los momentos sagrados y siempre lo hacíamos juntos, sin hablar, que estábamos “comiendo y si hablas no comes” (oveja que bala, bocao que pierde, que decía él).
Cómo recuerdo aquellas excursiones al pantano del Cubillas, los cuatro en la Lambretta, sí, los cuatro: mi hermano, sentado entre mis padres, y yo, de pie, en el espacio delante del asiento, cogido a la parte central del manillar; para evitar a los civiles nos íbamos por el camino de Albarrate hasta la cuesta de las Cabezas, por donde bajábamos, muy despacito (los hoyos y baches ya estaban entonces, amén de que no había asfalto y las lluvias del invierno anterior dejaban su huella en forma de surcos, que dibujaban en la tierra una marcada herida).
Disfrutábamos del baño en la orilla a causa del temor de mi madre al agua, porque en aquel tiempo hubo algunos ahogamientos, debido al limo y a las ramas de los árboles sumergidos, que se enganchaban en las piernas de los bañistas y los atraían hacia el fondo como silenciosas sirenas. Puede que ahí naciera mi respeto a las aguas profundas. Al apearnos de la moto, mi madre bajaba un bolso amplio, del que sacaba un mantel que colocaba en el suelo, y a continuación empezaba a sacar viandas y bebidas hasta que lo cubría del todo.
Ya en la adolescencia experimenté un cambio importante en la relación con mi padre: empezaba a subir a la cantera a ayudar en cuatro cosillas, como cargar ripio, limpiar escombros, hacer mandados a las canteras vecinas, llenar el botijo de agua, hacer bordillos, … Aunque él era muy exigente, también era paciente y entendía que las cosas no siempre salían a la primera, aunque los votos se podían oir desde Albolote. Pero todos los malos ratos se me quitaban cuando llegaba el momento de volver a casa. Era un gustazo para mí subirme atrás en la bultaco 155 azul, sentir la potencia del motor, el aire en la cara y la seguridad de su conducción.
Juntos hemos visto pasar mi vida, cimentada en una relación que no siempre fue compartida adecuadamente por mi parte, debido a ese enfrentamiento generacional que nos obliga, cuando somos jóvenes, a rebelarnos, sin saber por qué, y a hacer más caso a quienes forman parte de nuestro círculo de “amigos”, prescindiendo de consejos y opiniones de quienes más nos aman y sólo quieren lo mejor para nosotros (para entender esto me hicieron falta 34 años, porque, todo hay que decirlo, para algunas cosas soy algo lentillo).
Sin duda él es la mejor persona que he conocido, bueno, una de las dos mejores personas (si no lo digo así la otra persona se pica) y ha sido un ejemplo de responsabilidad que no siempre supe, entonces, asumir convenientemente, de trabajo, de honradez, de ecuanimidad (por no querer repetir con su familia los errores que padeció en la suya); en fin, ha sido y es mi mejor modelo de vida; y ahora, cuando la experiencia le ha curvado la espalda y ha flojeado sus piernas, vuelve a darme una lección imprescindible de cómo afrontar la última etapa, con una dignidad que ya quisieran para sí cualquiera de los pacotilleros que nos desgobiernan actualmente, en sea cual sea el sillón que calienta y da descanso a sus desvergonzados cuerpos.