«DISPARATES» por Alberto Granados
Recupero este relato de Agosto de 2009. Está vagamente centrado en una hermana de mi abuela y su marido, que fue farero, aunque la parte biográfica de ambos está notablemente desfigurada: Evidentemente, la carga erótica del cuento es pura especulación, al igual que muchas circunstancias de la trama. Sí son reales la ideología, el respeto a las creencias de su mujer, la anécdota del palio… “Disparates” apareció publicado en mi libro electrónico “Cabos sueltos” (2013).
A Alicia y David, mis amigos de tantos años.
La joven Emilia se había criado en el cálido ambiente protector de su casa sin provocar un solo sobresalto en el espíritu de sus padres. Justo lo contrario que su hermana Luisa, que se había empeñado en irse a Madrid para estudiar pintura, cosa que consiguió tras organizar un sinfín de pataletas y ataques que amenazaron seriamente la estabilidad del hogar de los Montijo-Torres. Al padre, D. Julio, le parecía inconcebible que su hija mayor necesitara estudiar nada, puesto que tenía un buen y próspero porvenir, con una renta asegurada de muchos miles de reales. ¡Qué tiempos estos, en que una hija de diecinueve años les hacía frente a sus padres y se marchaba a la inseguridad de un Madrid tan lejano y lleno de peligros! Por suerte, Emilia siempre acató las decisiones que D. Julio adoptaba y que su madre, doña Enriqueta, le transmitía y adornaba con mil promesas de una felicidad asegurada. Era una buena hija y una alegría para unos padres como ellos.
A sus diecisiete años, sabía bordar con unas manos que parecían de ángel, cosía ropas para los pobres de la parroquia con un primor realmente envidiable y preparaba dulces, aguardientes y compotas que se convertían en tentaciones invencibles para sus glotones padres. Oírla cantar habaneras o arias de ópera acompañándose al piano era como estar oyendo un concierto de ángeles, pensaba su padre. Y si se la oía cantar salmos en la iglesia, era para echarse a llorar. Parecía que toda la piedad, todo el impulso místico de las santas y vírgenes de la Leyenda Áurea, se había concentrado en la garganta de aquella angelical doncella. Esa chiquilla era, qué duda cabía, todo un premio para unos padres como los Montijo-Torres, que habían estado a punto de ser nombrados Grandes de España por S. M D. Alfonso XIII, sólo que la República…
Ahora sólo faltaba que apareciera por la localidad un buen partido, un médico o notario, a ser posible, con una educación y unas ideas como tienen que ser, y doña Enriqueta ya lo engatusaría para concertar una buena boda. La chiquilla era preciosa, decente a carta cabal y estaba llamada a llevar una dote de las que se comentan durante años, amén de una herencia bien considerable. La madre, entre suspiros y miradas complacientes a la niña, parecía estar viendo llegar al yerno que colmaría sus sueños de madre.
La joven, además de ir preparando su ajuar, asistía a cuantas misas, rosarios, triduos, novenas, sabatinas y rezos se organizaran en la parroquia o en las Damas del Ropero o en las cofradías de semana santa o de las Hermanas de la Virgen, pues su inquebrantable fe y su acendrada virtud la impelían a este tipo de actividades. Así ocupaba las horas y los días adornando altares, limpiando oros y pedrerías de los mantos, enderezando cirios, y haciendo mil actos más de piedad, una piedad que le salía de dentro, sin un simple pensamiento deshonesto o una mala tentación. Era su forma de esperar ese gran marido que la Providencia le estaba buscando, según aseguraban su madre y su confesor.
Pero los deseos y lo que la vida ofrece suelen ser cosas bien distintas y el esperado novio que llegó fue un modesto funcionario que se iba a ocupar del faro. Un don nadie, un mindundi cazafortunas que no tenía donde caerse muerto. Eso sí: era guapo hasta el pecado, pensaba doña Enriqueta, que no evitaba poner una cara tristísima al compararlo con su marido, ya metido en carnes y en años y aburrido y soso hasta la extenuación. En cualquier caso, Mario se llevó el corazón de la niña, que suspiraba nada más sonar la campanilla y oírlo preguntar a la doncella que si estaba la señorita Emilia. Para colmo, el maldito Mario era pintor y venía de haber disfrutado una beca en París, donde había conocido a los poetas vanguardistas y a los pintores de las nuevas tendencias -unos locos pintamonas, según don Julio, que había leído algo sobre ellos en el ABC.
Don Julio habría opuesto toda su energía a la naciente relación si no se hubiera dado cuenta de que necesitaba casar a sus hijas cuanto antes. Hacía sólo unos meses que recibió una carta de Madrid en la que una mujer decía ser la esposa del profesor de pintura de su hija Luisa. Esta señora le comunicaba la sospecha de que su marido y la joven artista vivían como amantes y, según sus sospechas, tenían pensado huir juntos a la Argentina, o a Puerto Rico o a Venezuela, donde ambos seguirían pintando y viviendo del arte. Don Julio tuvo que traerse a la hija entre sollozos, desmayos, melindres y falsas promesas de inocencia. También tuvo que aceptar el doloroso hecho de que sería mejora rebajar sus pretensiones sobre los yernos y casar a aquel par de mujeres antes de que la realidad se le fuera de las manos. ¡Con las mujeres nunca se sabe! -le decía don Ramón, el boticario.
Fue entonces cuando Mario, el pintor bohemio, pidió relaciones a su hija Emilia. No hubo más remedio que tragar y preparar la boda, pues la niña de deshacía en lágrimas y suspiros y el joven Mario entraba y salía en casa con un desparpajo y una desvergüenza que el jefe de la familia no supo atajar. Llegó el momento en que aquel descarado pidió la mano, pero no de una forma suplicante como esperaban los padres. Todo lo contrario, con un aplomo que rayaba el desafío:
-Miren, yo no creo en Dios, ni en el matrimonio ni en todas estas cosas pequeñoburguesas, pero no quiero que sufran. Estoy dispuesto a casarme por la Iglesia, si eso les hace más llevadero el mal trago. Total, nosotros lo que queremos es ser felices. No necesitamos ni un solo céntimo, ya que tengo un sueldo y mucho tiempo libre para pintar. Prepararé exposiciones, venderé mis cuadros… ¡Voy a ser un pintor famoso y rico y compartiré mi éxito con su hija!… -y mientras tanto, la joven lo miraba con la cara de transfiguración que sólo da el estar locamente enamorada, perdidamente feliz, inexplicablemente esperanzada, al tiempo que doña Enriqueta aspiraba sales y hacía pucheros y su marido se callaba el largo exordio que tenía preparado, sin que le saliera una sola palabra, una única idea con que exponer algo parecido a unas exigencias mínimas para con su hija. Parecía como si el joven Mario, con su sincerísima naturalidad, hubiera acabado con las prevenciones de sus suegros y con la obediencia de la niña.
Se celebró una discreta boda y la pareja se estableció en el faro, a dos leguas de la ciudad. La joven pareja vivía en la más absoluta soledad y en unas condiciones de una injustificable pobreza espartana, pero lo cierto es que Emilia no echaba en falta ni uno solo de los lujos de su casa. No le quedaba tiempo de echar de menos nada de su regalada vida anterior, pues su marido la fue adentrando los misterios de la vida y de la carne y ella empezó a desfallecer ante el placer que le suponía caer en cada nueva tentación, así que, pasada la vergüenza de los primeros encuentros, el día y la noche se les pasaban en abrazos, caricias, besos y deliciosos éxtasis llenos de un placer que nunca había podido presentir. Con frecuencia se lo decía a Mario:
-No creo que esto que hacemos sea decente, pero es delicioso. ¡Me haces cometer tantos disparates! Siento tales escrúpulos que uno de estos días voy a ir a confesarme…
-Ni se te ocurra. ¿Qué tiene que decir ningún cura de lo que hacemos tú y yo? Además, si son disparates, como tú dices, ¿por qué me lo pides a cada momento con los ojos?
-Cállate, Mario, que me siento muy mal y… -y Mario la llevaba en brazos al lecho y los remilgos desaparecían nuevamente a la par que la ropa. El pintor volvía a rodearla con sus brazos y, entre risas, comenzaba de nuevo aquella gimnasia amatoria, repitiendo sin tregua el ritual más antiguo de la historia del ser humano. Emilia volvía a dejarse llevar, ya con la guardia bajada ante los escrúpulos, por los disparates que Mario proponía y volvía a sentir la exultante explosión de placer.
Bien es verdad que los restos de su piedad aparecían en el momento supremo, cuando entre ayes y jadeos soltaba:
-¡Ay, Virgen santísima! ¡Ay, Dios mío! ¿Por qué, Virgen del Calvario, por qué? ¡Ay, Dios, qué disparates estoy cometiendo! ¡Perdónamelos, Dios mío!…
Y los alrededores del faro se llenaban de esa algarabía entre mística y pagana, entre el éxtasis y la jaculatoria, entre la virtud y la tentación. Era tal el ruido de Emilia, que dejaban de oírse las gaviotas y el oleaje que se batía a los pies del faro. Mario aprovechaba momentos como aquéllos para hacer nuevas y atrevidas propuestas:
-Tienes que posar desnuda para mí –le dijo un día.
-¡Ni lo propongas! Ya hago bastantes disparates, como para que me ofrezcas nuevas indecencias. ¿Te crees que tienes tanto poder sobre mí? Pues no te lo creas, vanidoso.
-Bueno, pues haré venir a una modelo profesional. Ésas sí que saben posar y además…
-¡Atrévete!
Y pocas horas después había cientos de estudios sobre las manos, la cintura, el pubis, las nalgas, los senos y el desnudo, completo y luminoso y feliz, de Emilia. Ella era consciente de haber claudicado, de haber olvidado sus estrictos principios morales, pero había sido a cambio de tanto placer que consideraba que la rendición estaba más que justificada. Su vida se estaba convirtiendo en un puro disparate, pero bien valía la pena si era a cambio de semejante cantidad de gozo.
Algunos domingos se oían los cascabeles del coche de caballos de don Julio, que se presentaba en el faro para ver a su hija. Los jóvenes tenían que vestirse apresuradamente, recoger todos los estudios sobre el cuerpo de Emilia y guardarlos bajo llave en una pequeña alacena, como el más ominoso secreto de la pareja. Otras veces, era ella la que iba a su casa dando un paseo y pasaba la noche con sus padres, ya que Mario no podía abandonar el servicio nocturno del faro. Solía aprovechar para ir a misa, si bien empezaba a ver serias fisuras entre lo que le habían enseñado en la parroquia y lo que la vida junto a Mario le proponía.
El día de las fiestas del pueblo, Mario y ella se acercaron a la misa mayor. Mario, con su mejor traje, de algodón blanco, atraía las miradas de todas las chicas del pueblo, pero ella sabía para quién eran sus abrazos y se sentía radiante y orgullosísima. Mientras ella oía misa, el joven dio una vuelta por la pequeña verbena, hasta que un cohete señaló el comienzo de la procesión. Se acercó a la pequeña ermita y, en ese momento, el cura pedía a los fieles que cogieran los varales del palio. Todos parecían dudar. En las inmediaciones había un anarquista borracho del que se decía que era muy violento y que tenía armas y no estaban los tiempos para exhibiciones. Nadie se atrevió a coger el varal, salvo Mario, que no le temía al cenetista. Cuando el pintor cogió el primer varal, los demás hombres se ofrecieron y la procesión con la custodia bajo palio emprendió su recorrido sin ningún problema.
Esa noche se comentó mucho en la verbena:
-Pero, vamos a ver, don Julio. Su yerno de usted, ¿no era ateo?
Y don Julio se deshacía entre la excusa y la explicación justificadora, esperando, en el fondo, que la piedad de su hija hubiera convertido a aquel masonazo. En cualquier caso, se sentía un poco más feliz con aquel yerno, que por primera vez, le daba una satisfacción.
Unos meses después, estalló la guerra, que hizo del pueblo una carnicería. Mario fue movilizado y la joven Emilia tuvo un buen pretexto para rezar de nuevo, pues sabía que su marido no era de los que se callaban y que cualquier discusión era buena para exponer sus ideas, tan poco convenientes en zona nacional. Volvió a la casa de sus padres, donde llevaba una vida tristísima por la ausencia de su marido. No paraba de llorar recordando el cuerpo de Mario, las noches de locura, el desenfreno, los disparates… Y una ternura enorme le rompía el alma, al pensar en las inclemencias y peligros que Mario estaría arrostrando. No cesaba de poner en la gramola las arias tristísimas que Mario le había enseñado a disfrutar.
A comienzos de 1939, cuando el frente estaba a punto de desaparecer y la guerra tocaba a su fin, Emilia recibió una comunicación muy escueta, según la cual su marido había sido herido en las afueras de Madrid. Estaba grave y lo licenciarían tan pronto como estuviera en condiciones de llegar por sí mismo al pueblo. Emilia, sin creer lo que estaba leyendo, dejó caer por sus mejillas un río de lágrimas. ¡Su Mario, herido! No se sabía de qué, ni en qué parte del cuerpo, pero herido y, según parecía, grave, tanto como para que lo licenciaran. Herido por ir a una guerra a defender una ideas que no eran las suyas. ¡Qué sinrazones tiene la vida! ¡Qué gigantesco disparate!
Ese verano, Mario llegó vestido de soldado. Venía en un estado lamentable. Parecía un viejo lleno de harapos y la desbordante alegría de antes era ahora un velo de tristeza sin remedio. Parecía inevitablemente tocado por la muerte. Su suegro, que milagrosamente había sobrevivido a la guerra, se sintió muy feliz de tener un yerno héroe (se había referido a él como el único que le hizo frente al cenetista, el primero que ayudó al cura a sacar la custodia, un hombre de orden, sin ninguna duda…). Era un mérito más en aquella España negra de zafiedad y miseria moral que exigía pruebas inequívocas de fidelidades, claridad sobre de qué parte se estaba…
Mario no podía con semejante pantomima, así que la pareja se instaló de nuevo en el faro, pero ahora había una atmósfera de pesadez y silencios tristes que contrastaba con la alegría y el vitalismo de otros tiempos. La gramola no paraba de reproducir aquellas arias llenas de nostalgia, aquellos lieds, que ponían melancólica a la pareja. Ya no había caricias, ni risas, ni éxtasis, ni expresiones religiosas en el momento del orgasmo. No lo sabían más que ellos dos, pero la verdad era que la explosión se había llevado por delante mucho más que la salud y la juventud de Mario. Ya nunca más… El joven, al ver los estudios del desnudo de su mujer, al ver la cama, al ver la desgastada belleza de Emilia, rompía a llorar como un crío.
Una noche, la gramola dejaba sonar el último fragmento de Aída, en el que, al fin, la protagonista y Radamés, los amantes, se unen en la tumba donde han sido enterrados vivos:
Oh, terra, addio; addio,
Valle di pianti, sogno di
Gaudio che in dolor svani… (1)
Mario miraba a su mujer con un aire sombrío. A continuación, miraba, con un gesto de inabarcable sufrimiento, su pistola aún colgada en los correajes. Era una mirada de súplica que ella captó inmediatamente. Lo tenía abrazado, y se dejaba llevar por una inmensa ternura.
-¡Shhh! No llores, Mario. No tienes que preocuparte por mí. Te quiero. Vivir así sí que es un disparate -dijo ella mientras sacaba la pistola de la funda, justo un momento antes de que sonaran dos tristes disparos, en el mismo instante en que en la ópera de Verdi se cerraba la tumba sobre los amantes.
Alberto Granados
(1) Oh, tierra, adiós; adiós
valle de lágrimas, sueño de
felicidad que se desvanece en dolor…