«Iniciaciones» por Alberto Granados
A Antonio Enrique, escritor y amigo, que pronto será noticia literaria por la aparición de su nueva novela Boabdil. El príncipe del día y de la noche
1 Veraneo de 2013
A comienzos del verano de 2013 las respectivas familias de Estela y Juancho abandonaron Granada para bajarse a la costa. Tanto Luis y Bea, los padres del niño, como Emilio y Pilar, los de Estela, habían comprado recientemente sendos apartamentos, muy próximos, en el mismo pueblecito de pescadores y veraneantes. Los chiquillos se conocieron jugando con otros niños en una placeta próxima a sus urbanizaciones. Ambos estaban a punto de cumplir trece años y no conocían a nadie, por lo que se sumaron al grupo de chavales que jugaban juntos en la pequeña plaza o en la playa y tras algunos gestos de timidez inicial, quedó claro que se gustaban. Juancho lo comentó en casa:
-Mamá, he conocido a una niña muy simpática que me gusta mucho. Es muy guapa y vive en un apartamento del bloque de enfrente.
Bea, profesora de Historia en un instituto, estaba acostumbrada a rastrear en sus alumnos esos gestos lánguidos que ahora evidenciaba su hijo y comprendió que se trataba de algo importante. Se limitó a decirle:
-Hombre, Juancho, si es que eres demasiado joven… Las vueltas que van a dar vuestras vidas hasta que seáis dos adultos con criterio… Ahora lo que importa es que sigas sacando buenas notas…
-Sí, mamá, pero yo solo he dicho que esa niña me gusta –la interrumpió el chico con evidente gesto de decepción, de no esperar de su madre una monserga oficial ante uno de los hechos fundamentales de su vida.
Con gesto de fastidio se levantó del sofá y se fue. Bea movió la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba en Almudena, la hija mayor, de diecisiete años, que se le estaba yendo de las manos y salía con chicos mayores. Afortunadamente, el sonido del móvil la distrajo de su preocupación. Era Luis. Acababa de llegar a la ciudad en el vuelo de Barcelona, un día antes de lo previsto, y hacía tal calor en el piso cerrado, que se bajaba a la costa esa misma noche. Al fin las responsabilidades del despacho iban a permitirle un respiro mientras le llegaban definitivamente las vacaciones de agosto. Pidió hablar con los niños, pero Almudena había salido. Juancho estuvo muy afectuoso con su padre, al que admiraba. Le preguntó cómo iba el trabajo en la consultoría, qué tal iba la auditoría que le había hecho desplazarse a Barcelona, que cuántos días iba a estar con ellos, que si iban a cenar en la pizzería…
Bea, fue a ducharse, se arregló de manera informal y se maquilló discretamente. En un par de horas tendría junto a ella a su marido y eso abría muchas expectativas que Juancho no llegaba a intuir.
-¡Mamá, qué guapa te has puesto! –dijo de la forma más espontánea, sembrando en ella un cierto rubor, como de ser descubierta en algo clandestino.
-No me gusta que papá me vea sin arreglar… él está reventado de trabajar y nosotros estamos de vacaciones. Tu hermana y tú también deberíais estar vestidos cuando él llegue. El pobre vendrá cansadísimo –respondió con cierta inseguridad que desconcertó al chiquillo.
Por su parte, Estela no comentó nada de su nuevo amigo en su casa. Tampoco hacía falta. Unos días antes, le había preguntado a su madre si podía usar uno de los pases sobrantes de la piscina para un amigo. Cuando le preguntó de quién se trataba, la niña se puso encendida y respondió:
-No lo conoces, mamá. Se llama Juancho y vive en el bloque de enfrente, pero ahí es que no tienen piscina…
Estela era una chiquilla preciosa, con una sonrisa que derrochaba felicidad. Tenía el cuerpo de una chica a punto de entrar en los misterios de la pubertad. La madre sintió una infinita ternura. Su niña, tan pequeña hasta ahora, estaba experimentando los tejemanejes de la vida adulta, esa vida que se abría paso en sus hormonas y emociones. Pilar evocó sus primeros escarceos amorosos, sus primeros entusiasmos y ocultamientos a sus padres. Era maestra y también había visto a centenares de niñas y niños pasar por ese trance. Siempre había vislumbrado en ellos el futuro, nada menos. En bruto, sin matices, irrefrenable en los impulsos, desconcertado, lleno de incertidumbres… pero el futuro en carne viva. Interrumpió su reflexión para responderle su pregunta a una expectante Estela:
-Hija, algo especial tendrá ese chico para que lo hayas invitado, ¿no?
-Que es mi amigo –le respondió la niña secamente, tragando saliva y con cierta angustia en la mirada.
-Ah, bueno. Pues invítalo, pero explícale las normas, que no quiero tener problemas con los vecinos. ¿De acuerdo?
La niña asintió soslayando la amplia sonrisa que aparecía en su semblante y se fue a su dormitorio para enviarle a Juancho toda una sarta de whatsapps. Esa noche, cuando Pilar y Emilio se abrazaban en la intimidad del lecho, ella le hizo una confidencia que frenó en seco los ardorosos ímpetus del padre:
-Que sepas que tu hija se ha enamorado.
-¿Estela? Pero… si solo tiene doce años…
-Sí. Doce años, las hormonas en su sitio y toda la ilusión del mundo. Y hasta ha aparecido en ella un pudor nuevo, pues anteayer me hizo abandonar mi libro para ir a comprarle un bikini, porque ya se ve a sí misma como una mujer y quiere usar sujetador.
-Pero si no tiene pecho…
-¿Por qué os cuesta tanto trabajo a los hombres conocer la mente de una mujer, aunque tenga solamente doce años? Le gusta el niño, están todo el día juntos, él la protege con sus toalla y le pone crema, no paran de enviarse whatsapps, se miran como si no existiese en el mundo nada más que ellos… y nuestra hija empieza a creerse que de verdad es una mujer. No lo es, pero muy pronto lo será. ¿Dónde está el problema? –y volvió a abrazar a un atónito Emilio para terminar lo que habían dejado a medias.
A la tercera semana de julio, Estela y Juancho eran inseparables y aceptados en el resto del grupo como novios, una palabra que les hacía sentirse importantes, aunque no sabían discernir aún su significado exacto. Se cogían de la mano cuando nadie los veía y se daban castos besos en la mejilla, pero sus vidas sólo habían cambiado en esa ilusión especial que les hacía sentirse transfigurados y en un reconocimiento extraño entre los demás chicos y chicas que jugaban a los mismos juegos de patio de recreo en el entorno de las urbanizaciones.
Agosto fue avanzando y los dos chiquillos estaban nerviosos por la inminencia de la separación. Durante los últimos días, llegaron los temporales. Eran esos días sin posibilidad de bañarse en el mar, días mustios y robados a la lógica de las cosas, días que sembraban nubarrones en los ánimos de ambos, conocedores de que iban a dejar de verse durante todo el invierno, sufriendo ya los efectos anticipados de sentirse desgajados el uno del otro.
Juancho pasó por el modesto bazar del pueblecito y le compró una gargantilla de cuero con piedras coloreadas. Cuando se la entregó, a la niña se le saltaron las lágrimas. Al día siguiente, ella apareció con una bellísima concha, de un blanco inmaculado por fuera y una capa nacarada en el interior.
-Cada vez que oigas el mar, recuerda lo que te quiero.
Y como todo lo inaplazable, a cada niño le llegó el momento de volver a su casa, la de verdad, la de la rutina del reciente instituto en el que el curso anterior habían iniciado la ESO. La nostalgia anticipada hizo mella en sus ánimos en el momento de despedirse.
2 Veraneo de 2014
Ambas esposas y los hijos, tan pronto como llegaron las vacaciones, hicieron el equipaje y ocuparon sus apartamentos para su segundo veraneo. Los maridos, en cambio, se quedaron en la ciudad, cada uno con su trabajo. Estela y Juan (ahora odiaba que se le llamara Juancho) se reencontraron.
Durante el curso, los dos niños se habían visto solo tres veces: en las fiestas de los cumpleaños de ambos, durante el mes de octubre, y en una quedada con el resto del grupo para ir al cine en un centro comercial. Con la llegada de la primavera, sus cuerpos terminaron sus metamorfosis y Estela pasó a ser una chica preciosa, llena de redondeces y formas, en tanto que el chico perdió la armonía de sus movimientos y el timbre infantil de su voz. Él admiró con un deseo desconocido la belleza de su novia y la chica quedó deslumbrada por la nueva estatura de Juan, por la aparición de su incipiente barba y sus numerosos granos. Los dos coquetearon tanto como pudieron, ella luciendo los andares que había visto en las protagonistas de las pelis y él tratando de sorprenderla con sus exhibiciones de natación o baloncesto, de fuerza y habilidades que solo ahora descubría en sí mismo.
Le gustaba ir nadando hasta la lejana boya y volver extenuado para recibir la compensación de la mirada entre angustiada y admirativa de su chica. Sin embargo, las notas académicas habían bajado bastante, algo que le reprochaban sus padres y la propia Estela.
Había ahora algún elemento nuevo y desconcertante en sus vidas. Juancho sentía un deseo que lo atormentaba y lo hacía sentirse sucio. Se lo había contado a Estela, que se sintió medio ofendida por algo tan intolerable, tan sórdido, y medio halagada por lo excitante del camino que se abría ante ellos. Claro que ella era ahora consciente del inmenso potencial de ser una mujer atractiva, algo en lo que veía una desconcertante promesa, aún no sabía exactamente de qué, aunque intuía que de algo tentador.
Ya no salían con el resto de la pandilla, sino que siempre hacían un aparte en la playa, en la placeta y durante los paseos hasta el pueblo para comprar helados. Salían con los demás, pero en cuanto desaparecían del campo visual de sus padres, se iban quedando atrás, cogidos de la mano. Los juegos de la placeta, los mismos que el año anterior les parecían tan entretenidos, ahora suponían un insufrible tedio. A veces se escapaban a la oscuridad de la playa y se besaban. Tampoco vestían ya como el año anterior, pues ahora ponían un especial énfasis en el arreglo personal y ella no salía de su casa sin una larga sesión de espejo ni él sin desesperantes duchas a las que seguían los desagradables insultos de Almudena, que siempre había quedado con alguien e iba a llegar tarde por culpa del estúpido de su hermano. El olor a desodorante y colonia inundaba cada tarde la casa del chico, el pasillo y el ascensor para diluirse en un rastro que se deshacía por la calle.
Los padres de ambos asistían al proceso entre divertidos y preocupados, sabiendo que era el más natural de los cambios, aunque agobiados por la turbulencia y el apasionamiento irrefrenable. En cualquier caso, el tiempo haría lo que tuviera que hacer, pensaban.
Una mañana, estaban en la playa y llegaron cuatro chicas mayores. Tras plantar junto a la pareja sus sombrillas, abrieron las mochilas, sacaron las toallas y se quitaron la ropa. Un momento después estaban en el agua. Al regresar se despojaron de los sujetadores. Juan, que había visto desnudas a su madre y a su hermana mil veces sin ningún problema, sintió una intensa excitación y la conversación con Estela perdió la fluidez habitual. Ella se sintió molesta, herida en su amor propio. Celosa, en definitiva, y tuvieron su primer enfado serio.
-Si vas a estar atontado mirándoles los pechos a esas, me voy, que parece que aquí sobro.
-Mujer, no te pongas así. No…
-Es que me molesta mucho, que estás babeando y no te das cuenta del papelón que yo estoy haciendo delante de media playa.
-Perdón –dijo el chico y se volvió hacia ella.
Con una indescriptible sorpresa, vio que Estela cambiaba de sitio sus bolsas de baño y tras formar un parapeto que la ocultaba de sus padres, se quitó el sujetador:
-Si tanto te gusta mirar los pechos de las mujeres, aquí tienes dos. Yo también tengo –dijo ofendida.
Juan creyó que se moría de excitación. Su novia era preciosa, toda una mujer y adivinó goces que lo desazonaron profundamente.
Aquel curso fue muy duro para ellos. Las asignaturas eran mucho más difíciles, tenían muchos exámenes y trabajos, pero quedaban cada viernes y cada sábado. Después volvían a casa irritables, inquietos, desconocidos… y buscaban celosos la soledad de sus dormitorios. A finales de noviembre surgió la grave noticia: Pilar tenía un cáncer de mama. La operación y la subsiguiente quimioterapia hicieron de ella un despojo que se preguntaba continuamente por su futuro y el de su familia. ¿Qué iba a ser de Estela si ella moría? Era una niña que acababa de cumplir catorce años. Iba a necesitar tanto de ella, que morirse suponía abandonarla a su suerte en la etapa en que una adolescente necesita más la orientación de su madre. Al miedo se unía un sentido de culpabilidad que la atormentaba profundamente.
La chiquilla sintió una responsabilidad que la hizo madurar urgente y prematuramente. Se multiplicaba para atender a su madre en el hospital, asistir a sus clases, preparar exámenes y trabajos, obtener sus notas de siempre para que la enferma no se sintiera culpable, consolar a su padre, que tenía más miedo que nadie, cocinar, ocuparse de la mayor parte de las tareas de la casa… Ahora el enamoramiento le parecía una circunstancia tan secundaria que llegaba a dudar de que tuviera sentido.
Juan andaba muy triste. Comprendía el infierno por el que Estela estaba pasando, las nuevas responsabilidades que le habían sobrevenido, su tristeza y falta de entusiasmo… pero la echaba tanto de menos que su falta de disponibilidad y su alejamiento lo torturaban. ¡Si le había llegado a pedir que no la molestara con llamadas o whatsapps porque no le quedaba tiempo para atenderlo!
Luis, Bea y hasta la propia Almudena eran conscientes del sufrimiento de Juancho. Su hermana, que ya estaba en la Facultad de Ciencias, ahora lo protegía y estaba amable como nunca. Por su parte, Bea acompañó a su hijo al hospital para ver a la enferma. Se ofreció incluso para echar una mano en aquella casa, un poco dejada por las circunstancias. Estela se alegró de ver a Juan, pero este entendió que esa alegría no tenía nada de la exultación anterior y comprendió que la estaba perdiendo.
Pilar, en medio de su sufrimiento, también percibió la situación.
-Niños, puesto que está aquí Bea, salid a dar una vuelta, que tú, Estela, vas a perder el color de estar todo el día encerrada conmigo. Yo ya estoy mucho mejor, venga, marchaos…
En la puerta del hospital se besaron y la chica lloró toda su desesperación y todo su miedo abrazada a su novio, que no sabía cómo consolarla.
Algún tiempo después, Pilar regresó a casa. Lo peor parecía conjurado, pero la espada de Damocles estaba ahí, amenazadora, aterradora, preocupante.
3 Veraneo de 2015
El tercer veraneo fue atípico. El chico, que había sacado demasiados suspensos, pasó la mayor parte del tiempo con su padre en la ciudad, recibiendo clases particulares. Solo bajaba a la costa los fines de semana, donde su madre y Almudena los recibían como si vinieran de un lejano exilio. Bea intentaba hacerle ver al muchacho que no era un fracasado, aunque tenía que comprender que se había descuidado mucho en sus estudios.
-Fíjate en Estela. Ha pasado por una situación gravísima, pero a pesar de todo ha mantenido sus excelentes notas de siempre. Se ve que tiene más fuerza de voluntad que tú -y eso le dolía como un cruel trallazo, porque era consciente de que no estaba a la altura de la adultez de su novia.
Por su parte, Estela apenas salía un rato a la playa para darse un baño, pues se sentía más unida que nunca a su madre y apenas se separaba de ella. Ambas compartían lecturas, conversaciones cada vez más adultas y, sobre todo, miradas llenas de un cariño sereno y maduro. La chica apenas permitía que Pilar hiciera algo en el apartamento. Ella se ocupaba de la compra y de preparar la comida, la limpieza, la plancha y, especialmente, de dar ánimos a sus padres cada vez que, pese a los intentos por disimular sus aprensiones, aparecía en ellos ese gesto negro del sufrimiento y la incertidumbre.
Cuando Pilar protestaba, la hija le respondía:
-Mamá, lo que tienes que hacer es descansar y reponerte. La mala racha ya ha pasado, pero aún estás muy débil… y deberías bajar algún rato a la playa, aunque el viento o las olas te dejen sin la peluca o el pañuelo. Nadie puede reírse de eso y si alguien hace algún gesto desagradable, es que es imbécil. Eres mi heroína y mi luchadora modelo -a la madre se le saltaban unas lágrimas que resumían la admiración por la chica.
A principios de agosto llegaron las fiestas del pueblo. Aprovechando que su padre ya estaba de vacaciones, le prestó más dedicación a su noviazgo con aquel pobre chico que estaba como alma en pena, lánguido por el distanciamiento y mustio como un perro apaleado.
Pero ella había dejado de verlo claro. Habían desaparecido la ilusión, la complicidad, las expectativas. No se veía vinculada en el futuro a aquel estado de ánimo que había tenido tanta relevancia para ella. Por otra parte, cortar su relación con Juan podía suponer un error gigantesco del que tal vez se arrepentiría. La vida adulta y el amor estaban resultando mucho más complicados de lo que podía suponer. Pensó que necesitaba una prueba definitiva. Ya habían hablado del momento en que ella y él lo harían. Iban a cumplir quince años y Juan demandaba cada vez más intensa y angustiadamente su entrega. Estela no sabía a qué carta quedarse, pero ante aquellas dudas tomó la decisión de aprovechar la libertad que suponían las noches de verbena para pasar por esa experiencia, de la que tanto hablaban sus compañeras de clase. Decidió que sería la noche de la procesión marítima, en que todo el pueblo acudía a cenar a la playa para ver el castillo de fuegos artificiales.
Esa noche, tras acompañar a sus padres con las sillas y la nevera, ambos adolescentes se adentraron en la parte más despejada de la playa. Una curva del litoral y unos altos peñascos impedían contemplar desde allí la procesión, por lo que en esos momentos era una zona completamente solitaria.
El chico empezaba a intuir la intención de su novia, trastornado por el deseo. Tras dejar las toallas al abrigo de las piedras, la chica se adentró en el mar. Cuando llegó Juan, ella lucía en el cuello las dos piezas de su bikini mientras se le ofrecía sonriendo. El muchacho sintió un intenso vértigo al abrazar la desnudez de aquel cuerpo. Instantes después, bajo las toallas, ella se le entregó. Cuando el placer inundó los sentidos de Juan, ella lo abrazó mientras las lágrimas corrían por su rostro. Pensaba que ese momento debería de haber tenido un significado muy especial que no había sabido encontrar, que jamás encontraría con su novio de juventud. Supo que era mejor cortar aquella relación, pero decidió dejar pasar el nuevo curso, ya muy próximo.
Ambos estaban tan tensos que todos los miembros de aquellas dos familias esperaban impacientes la finalización de las vacaciones y el regreso a Granada, especialmente Juan, que sentía el dolor de su primer fracaso, la sensación de no haber sabido colmar a una mujer, el recuerdo permanente y atormentador de su primera experiencia. Además veía que se iba a enfrentar a los exámenes de septiembre ausente, hundido y sin la menor motivación. Obviamente, repitió curso.
Aquel invierno se vieron algunas veces. Iban al cine o tomaban una cocacola en un bar de tapas y siempre terminaban enfadados, como si hablaran dos idiomas distintos. Juan la acusaba de no quererlo y ella le exigía que diera muestras de madurez, que no fuera ese niñato arbitrario que siempre iba reclamando sexo, como si fuera el único fundamento de su relación. Él le recordaba entonces que fue ella quien lo metió de lleno en ese camino y ella le hablaba de que no sentía la urgencia que a él lo convertía en un pelele. Siempre se despedían enfadados.
Algunos fines de semana los padres bajaban a la costa. Ellos aprovechaban la soledad de la casa para besarse y, a veces, acostarse. Estela cada vez se sentía más frustrada y a comienzos de la primavera decidió cortar aquella relación que ya no le aportaba nada.
-Juan, has sido mi primera ilusión, mi primer novio, mi primer amante, pero esto no tiene sentido. Es mejor que lo dejemos.
No supo, ni quiso, darle más explicaciones.
Al día siguiente Estela se metió en la cama con su madre y le contó todas sus decisiones. Pilar intentó sencillamente escucharla, sin consejos molestos ni moralinas innecesarias en aquella situación. Tenía quince años, era una mujer madura, responsable… ¿Qué podía objetar su madre? A su hija le había llegado el momento y era una estupidez soltarle un sermón que solamente serviría para establecer una distancia entre ellas cuando su enfermedad las había unido más que nunca. Mejor escuchar que intervenir…
Juan, por su parte, estaba intratable. Siempre malhumorado, respondón, en desacuerdo con todo lo concerniente a su familia… El padre tuvo que ponerlo firme más de una vez exigiéndole que se controlara y mantuviera ese respeto que estaba perdiendo hacia todos. La madre intentaba en vano razonar, pero el chico parecía un potro desbocado que sufría. Ella ya solo confiaba en que el tiempo hiciera su labor curativa. Almudena fue la más sincera con su hermano:
-Juancho, que esa niña ya es una mujer en tanto que tú, te guste o no, eres solo un crío. Debes entender la realidad, tal como es. Y aceptarla porque ella no va a ser para ti, sino para otro chico de mi edad o incluso mayor que yo. Siempre ha pasado eso, así que acéptalo y deja de portarte como un niñato.
Juan lo entendió. Le dolió mucho, pero no le quedó más remedio que aceptar lo que Almudena le había explicado de forma tan rotunda. Cambió radicalmente y, en el intento de olvidar a Estela, se aplicó a los libros como el náufrago que se aferra a una minúscula tabla de salvación.
4 Veraneo de 2016
Juan no se ha dado cuenta de que Estela estaba saliendo de su portal. La chica lo ha llamado. No ha sabido reaccionar, pero ella lo ha abrazado con mucho afecto y una sonrisa encantadora:
-¿Qué, que no te alegras de verme? Te has quedado de piedra.
-No, es que no te he visto… –responde él con un gesto de desagrado.
-Yo a ti sí. Me ha dicho mi madre que lo has aprobado todo y con buenas notas. Se encontró con tu madre y las dos se pusieron al día. Enhorabuena.
-¿Cómo sigue tu madre, Estela? ¿Está bien?
-Está muy bien, gracias. ¡Qué mal lo pasé! –se vuelve a mirarlo con intensidad- Espero que no me guardes rencor. De verdad que no tenía sentido continuar y eso que lo nuestro fue precioso… ¡Cuánta ternura, cuanta ilusión…!
-Había otro, ¿no? –preguntó el chico secamente, con gesto acusador.
-No me estropees la alegría de verte. ¿Qué otro iba a haber? No estaba para nada ni le veía sentido… Pero llegará el día en que haya otro y espero que hayas crecido lo suficiente como para no culparme de nada, como para no olvidar nunca la ilusión que mantuvimos casi tres años. Lo fuiste todo para mí… hasta que dejaste de serlo.
-Lo pasé muy mal. Te tuve y un rato después ya no me querías. No me lo explico.
-Necesitaba saber. Y comprobé que no, sencillamente. Pero mira lo positivo y no lo olvides nunca, porque fue muy bonito… –Juan la interrumpe tras mirar su móvil, que ha dado la señal de un whatsapp entrante.
-Es Paula, que me está esperando.
-¿Estás saliendo con Paula? –pregunta con una mezcla de cierta rabia y de absoluta sorpresa-. Pero si decías que era insoportable…. Bueno, tú verás. Si estás bien con ella, me alegro. Es buena chica –dice tragándose un inexplicable rencor.
-Mira, tengo prisa. Me alegro de haberte visto –le da un beso en la mejilla y se va como alma en pena.
Estela lo mira alejarse. Le gustaría que se volviera a mirarla, pero Juan no lo hace. La chica se pregunta si se estará aguantando las ganas. Después, más resuelta que nunca, se encoge de hombros, retiene una lágrima que amenaza rodar por su mejilla y se da la vuelta. De una forma automática, mira su móvil para ver si hay algún mensaje de Jesús, ese chico de veinte años que le ha pedido salir. Está en segundo de Medicina y no sabe aún qué decisión tomará…
Alberto Granados