«Nocturno de luna llena» por Alberto Granados
A Miguel Arnas Coronado, escritor y amigo,en el octogésimo aniversario del asesinato de Federico García Lorca
La luna llena extiende sobre los cerros y el secano un manto plateado, una claridad extraña que parece albergar mil presagios. Por el ventanuco de su cuarto ve la silueta de las pitas y las chumberas. No corre la menor brisa y Aurora no consigue dormir. El calor pegajoso enciende su piel y en los momentos de duermevela tiene sueños que la inquietan, pero que después no recuerda. Queda poco para que amanezca y cree haber oído la campana del lejano reloj del ayuntamiento, aunque no sabe si ha sido otro sueño desasosegado. Piensa en su madre que carraspea en la alcoba de al lado. Le gustaría bajar al pozo, sacar dos cubos de agua y refrescarse en la tina del corral, pero si la despierta empezará a buscar mil recriminaciones con que zaherirla, como si ella tuviera la culpa de todo lo que ha pasado solo por ser mujer, por tener diecisiete años y por deslumbrar a los hombres con esa belleza que a veces la hace sentirse sucia.
¿Qué tiene contra ella? Aurora se lo ha preguntado demasiadas veces sin encontrar una causa. Nunca le ha pedido nada, ni se ha quejado jamás de la miseria en que ambas viven, ni ha reclamado otro trato. Ha aceptado la pobreza, el gesto displicente y la ausencia de afecto con naturalidad, pero piensa que si alguna vez tiene una hija necesitará mostrarle a las claras su aceptación y su cariño que ella tanto echa en falta.
Compara su situación y la de otras chicas de los cortijos vecinos con las que intercambia alguna conversación cuando se cruzan por los caminos polvorientos. Las ve próximas a sus madres, cómplices en sus pequeños sueños. A la Juani, la madre le compró un vestido nuevo la feria del año pasado. Y la madre de Pilar habla abiertamente del gañán que la pretenda y de si convendría que se fugase con él o sería mejor esperar para hacer una buena boda, según le ha contado la propia muchacha. La más próxima, Conchi la del mulero, que vive en el cortijo de enfrente, dice que su madre y ella tienen un trato de amigas, que se cuentan cosas muy íntimas. En cambio ella no recuerda una conversación adulta, ni un gesto de ternura, ni mucho menos un beso. Aurora no es que la odie, pero se siente víctima de ese desapego que no se merece.
Las dos mujeres están pasando por una situación difícil, pero eso no explica el desamor de la madre. Intenta recordar cómo era todo antes de la guerra, pero ella tenía entonces ocho años y no se fijaba en esas cosas. Tal vez es que su madre está vacía desde la muerte del padre. A veces piensa que la rabia no la deja querer a nadie e intenta justificarla. En otras ocasiones piensa simplemente que no la quiere, que cuando se supo preñada sintió ya la semilla del odio y del rechazo. Intenta ponerse en su lugar, pero le cuesta verdadero esfuerzo.
-¿Cómo sería mi vida si me hubieran matado a mi hombre, si los culpables le hubieran colgado el muerto a un desgraciado y siguieran disfrutando como si nada? ¿Me quedarían fuerzas para querer a mis hijos o mi vida no encontraría más sentido que vengarme de los Valleverde? –se ha preguntado con frecuencia.
Aurora sabe que su madre sufre. Alguna noche de insomnio se ha asomado a verla dormir y siempre se ha encontrado con sus ojos escrutadores y despiertos, como si nunca durmiera o el sueño no le aminorara la rabia hacia la vida.
Más de una madrugada se ha oído el ladrido de todos los perros del contorno. Ambas se han asomado a sus ventanas y han visto un tropel de hombres que se acercaban a caballo. Aurora, desde la puerta de su madre, la ha visto en esas ocasiones descolgar la vieja escopeta de caza del padre. Semioculta tras la cortina, apuntaba al vacío de la noche con la vieja arma. Sabe que su madre lleva años esperando el paso de Tomás Valleverde para descerrajarle un tiro mortal. Pero cada vez que se ha oído el paso de las bestias solo se trataba de una tropa de segadores o cazadores que iban a lo suyo, nunca del culpable de su dolor.
Una de aquellas noches, helada por el terror, la vio acercarse el cañón a la boca. Aurora vaciló, pero inmediatamente se acercó y le puso una mano sobre el hombro, una mano resuelta, cálida, tal vez llena de una titubeante ternura. La madre soltó el arma y rompió en sollozos. No cruzaron una sola palabra en todo el día. La joven sintió una pena infinita por aquella mujer que no sabía quererla, aunque dudó si por un mínimo instante no había deseado que se hubiera saltado la tapa de los sesos. Ella habría quedado libre para irse de aquel infierno, para huir a otras tierras donde hubiera verdor, agua y algo de comprensión que la compensaran del desamor. Donde no volviera a encontrarse con el fantasma de los Valleverde ni con ese estéril rencor.
Diecisiete años mamando el odio que rezuma de una tierra despiadada, árida, enemiga. Son muchos años de rechazo inexplicable. Aurora sólo recuerda felizmente el año y medio en que asistió a la escuela. La señorita Sole la quería, le enseñaba cosas que le parecían sorprendentes y le daba besos sinceros y llenos de calor, los únicos que había recibido en su vida. Sin embargo, nació su hermano Paquito y con ocho años escasos se lo entregaron para que lo cuidara, pues los padres se deslomaban intentando sacar algo de aquel triste pegujal que le habían comprado a don Tomás Valleverde, el todopoderoso cacique.
Era un terreno en que apenas crecía nada, duro como las miles de piedras que sus padres fueron arrancando de la sequedad de la tierra. Parecía un milagro que de aquel peñascal pudiera brotar algo, pero los afanosos trabajos empezaron a dar su fruto, sobre todo a partir de que el padre perforó el pozo y aquel triste secano dio su primera cosecha. Lo intuyó cuando construyeron la carretera y vio que había agua en el subsuelo. Demasiada agua para asentar aquella nueva vía que el gobierno de Primo de Rivera había trazado sobre el mapa, se decía que para satisfacer a un diputado con el que algún pez gordo tenía negocios en Madrid. Solo era cuestión de ahondar. Si había agua en las cercanías, en su terreno también la habría. Él tenía que ser el primero en registrar el pozo, antes que se adelantara otro oportunista y se llevara los beneficios que su esfuerzo desesperado merecía. Y encontró agua. Un agua dura, salobre, imposible de beber, pero que hacía fructificar el sembradío y les llenó los bolsillos con algún dinero que les hizo soñar que la miseria había acabado para ellos.
Pero las casas de los pobres están condenadas al infortunio desde el principio de los tiempos, pues se les murió el Paquito, tronchado como una flor por el garrotillo. Tal vez ese fue el momento en que su madre perdió la costumbre de quererla un poco. Inmediatamente después llegó la locura de la guerra.
Desde hacía años, tenían una pequeña tienda de comestibles, tabaco, sellos de correos, arreos para los mulos, alpargatas de cáñamo… Por las tardes, venían los ganapanes de los contornos a tomar unos vinos. Algo después la madre empezó a dar comidas. Así se distraía de sus penas y la casa prosperaba. Pero la guerra lo trastocó todo, especialmente desde la noche en que se presentaron en la taberna don Tomás Valleverde, su hijo Tomasín y tres amigos de su misma calaña, éstos vestidos de falangistas. Los parroquianos advirtieron claramente el aire provocador y sólo se quedaron los más ávidos de chismes que contar. Don Tomás se dirigió al padre:
-Paco, tenemos que hablar de negocios, así que siéntate aquí con estos amigos.
Temiéndose lo peor, el campesino se sentó con aquel extraño grupo.
-Usted dirá, don Tomás.
-Es muy simple, Paco. Que me debes todavía dos plazos de la compra del terreno que te vendí. Y que he decidido volver a quedarme con él. Es muy duro para ti, que ya sé que andas con una mano delante y la otra atrás. Te devuelvo lo que me has ido pagando y todo sigue como antes.
Al padre se le pusieron las venas del cuello como las cuerdas del pozo y solo acertó a responder:
-Don Tomás, eso no es de ley. Mi mujer y yo nos hemos machacado para convertir este peñascal en un huerto que empieza a dar fruto. Era un secano y ahora tiene agua, después de haberla buscado a base de esfuerzos y desembolsos. Usted no puede hacer…
-¿Que no puedo qué, Paco? –saltó como movido por un resorte-. No te equivoques conmigo, que va a ser peor para ti. Es mejor que te atengas a razones. Ya te he dicho que te voy a devolver hasta la última perra gorda que me has ido pagando. Es más, estoy dispuesto incluso a indemnizarte con lo que ni siquiera has llegado a pagarme, fíjate si deseo complacerte, pero no te permito que me digas lo que es o no es de ley en esta nueva España que vamos a construir…
Y Paco no pudo contenerse:
-Don Tomás, yo he cumplido mi parte, así que cumpla usted la suya, que tenemos firmada una hipoteca…
El hijo, con toda la chulería de que era capaz, intervino entre las sonrisas cómplices de los falangistas:
-Mira Paco, anoche mismo ardió el Registro de la Propiedad. Seguro que han sido los comunistas, así que a ver cómo demuestras tú ahora que entre mi padre y tú ha habido ese trato que tú mencionas. Tenemos la escritura de propiedad de estas tierras, así que o lo tomas, o te van a ir dando, que no te mereces ni el rato que estamos perdiendo en contemplaciones, ¿te enteras?
-Señorito Tomás, está usted metiéndose en lo sin segar. Yo no tengo nada, pero la ley…
-¿Pero no te has enterado de quién manda en la ley, imbécil? –le respondió el niñato dándole dos bofetadas-. Si quieres zanjamos este asunto en la calle, como se ha hecho siempre en estas tierras -y sacó una navaja enorme.
Aurora recuerda perfectamente lo que siguió. No ha podido olvidar el gesto de desesperación de la madre, ni la resignación del padre que se sabía perdido sin remisión. Aún mantiene el recuerdo en su mejilla del último beso, lleno de ternura, que le dio antes de salir hacia el matadero. Se ve a sí misma horrorizada, sin comprender del todo lo que tenía ante sus ojos, pero segura de que iba a suceder algo que cambiaría su vida. Los dos o tres parroquianos que se habían quedado intentaron asomarse a las ventanas, pero don Tomás lo impidió:
-¡Quietos ahí! Aquí no hemos estado ni mi hijo, ni estos amigos ni yo. Y nadie ha visto nada. ¿Os va quedando claro?
Un momento después, su padre yacía junto al reseco torrente con la rabia convertida para siempre en un rictus de perplejidad. Pese a su corta edad, Aurora oyó los comentarios que los habituales hicieron en la taberna durante los días siguientes, entre murmullos temerosos y silencios indignados: que el hijo del cacique no había sido, sino que al padre lo habían cosido a navajazos dos compinches apostados en la oscuridad; que alguien decía haber visto a siete hombres a caballo y no a cinco; que la navaja de aquel niñato estaba limpia de sangre; que se habían oído más de dos voces; que aquello estaba más que preparado; que lo más seguro era que dos socios se hubieran quedado esperando a Paco; que era una injusticia; que dos del pueblo, que últimamente no se separaban del cacique, lucían ahora unas jacas que estaban fuera de su alcance; que el pobre Paco estaba muerto desde antes de salir de su taberna…
Los ánimos estaban muy encrespados, por lo que don Tomás tuvo que ceder. Las tierras seguirían siendo de la viuda de Paco, si conseguía sacar adelante la mínima finca y hacer frente a los pagos. Algunos campesinos acudían al anochecer, casi de tapadillo, a echar una mano en aquella tierra maldita para que la pobre mujer ganara el pulso al miserable cacique y su hacienda y su negocio prosperaran.
En el juicio, se les asignó un abogado de oficio, hijo del capataz de don Tomás, que retorció los argumentos, modificó los testimonios de la fase de instrucción y consiguió que se pudriera en la cárcel un pobre desgraciado que circunstancialmente estaba cerca del lugar del crimen. Pero el pueblo odiaba cada vez más al verdadero culpable y si entraba en alguna taberna, la gente se salía. Hasta el cura tuvo que intervenir para poner paz. Dedicó un sermón dominical a pedir cordura y reconciliación. Explicó a su atónita feligresía que Dios elegía a quienes debían mandar sobre los demás para que nuestra nación se mantuviera fuera del alcance del comunismo.
-…lo que pasa –explicó el cura- es que algunos tienen demasiada soberbia y no aceptan que los elegidos tomen las decisiones necesarias. ¡Es tan fácil caer en la soberbia! ¡Creer que se tiene razón! Y por el contrario es tan difícil obedecer los divinos mandatos representados en la nueva autoridad…
Al oírlo, doña Sole, la antigua maestra de la niña, se salió de la iglesia, hecho que fue muy comentado y que le valió un traslado fulminante.
El tiempo ha ido pasando mansamente y los odios se han suavizado. Ante su madre, demuestra una serena paz, un sosiego que apacigua el odio de la mujer, prematuramente anciana. Aurora habla cada vez más con ella por las noches, cuando cierran la taberna. No puede decirse que sea una relación normal entre una mujer y su hija, pero le comenta las expectativas, el estado de las cuentas, el caudal que proporciona la alberca recién construida y la madre le da breves respuestas o la advierte de riesgos que la chica no ha sabido entrever. Al menos, si no ha conseguido restablecer el afecto, sí ha logrado el reconocimiento a su constancia y a la situación económica alcanzada. Eso la llena y cree ver cada vez más cerca una muestra de amor. Al menos una noche, la mujer le puso su sarmentosa mano en un hombro, en un gesto vagamente parecido a una caricia, y la miró intensamente. La chica sintió que se le saltaban las lágrimas, pero solo obtuvo un comentario hiriente:
-Tenías que haber nacido hombre. Entonces ya estaría todo arreglado.
Entendió que a su madre no le servía para nada el tener la finca pagada, ni la alberca, ni el haber comprado otro pedazo de tierra y canalizado la breve distancia que separaba sus dos propiedades, ni el prometedor futuro que parecía apartar de ellas, de manera definitiva, la pobreza. Aquella mujer quería algo mucho más simple: venganza, y según su manera de entender, una muchacha de veintiséis años no servía para eso.
Aurora comprendió que se había entregado a una causa equivocada. Había dedicado su vida a trabajar sin descanso para satisfacer a aquella mujer, pero no obtendría su ansiado amor hasta que diera un paso más y matara a Tomasín, ya que el cacique padre había muerto hacía meses, tras una larga hemiplejía que le quitó su fuerza para convertirlo en un pelele.
Ella había dejado pasar las miradas de algunos muchachos que frecuentaban la taberna con evidentes pretensiones. Todas las mujeres de su edad llevaban varios años casadas y tenían dos o tres hijos, pero ella no les había prestado la menor atención a aquellos gallitos que la cortejaban ni había mostrado el menor interés ante sus ofertas matrimoniales. Pensaba que no podía malgastar su vida pendiente del afecto de su madre, a todas luces desnaturalizada y amargada, pero no sabía cómo saciar esa necesidad de abrazos y gestos de amor.
En una ocasión, la bomba instalada en el pozo dejó de dar agua. El pocero estaba muy enfermo y el sembradío no entendía de tales circunstancias, sino que exigía riego. No le quedaba más alternativa que bajar a desatascar aquel filtro. Amarrada a una cuerda de seguridad, fue descendiendo llena de miedo. Vio en su madre un gesto de angustia, una mirada que le reclamaba en silencio extremas precauciones. Le gustó el calor de esa mirada y siguió descendiendo. Cuando estaba llegando al colador atascado miró hacia arriba. El brocal circundaba una mancha de luz que le pareció una luna gigantesca que iluminaba una extraña noche. Desenfocada, otra mancha menor que sin duda era el gesto angustiado de su madre. La muchacha recordó la luna que alumbraba las noches insomnes de su niñez, cuando su madre intentó sin éxito acabar de una vez por todas con su dolor usando la escopeta. Ahora la falsa luna del mediodía, con la madre angustiada por ella arriba, la envolvía en un aura de paz. Se vio a sí misma amparada por un útero frío pero protector, al final del que la esperaba, llena de amor, una madre. Sintió las lágrimas calientes que descendían por sus mejillas entumecidas por las frías aguas del pozo. Y terminó la faena para subir de nuevo hasta aquellas cálidas manos tendidas, las mismas con que le secó el pelo con una toalla, como había visto hacer a otras madres con sus hijos.
Pozo de la Quinta de Regaleira en Sintra, Portugal. Imagen tomada de dinmaius.com
Se comentó por los contornos la resolución de aquella chica frágil, capaz de afrontar un trabajo arriesgado, más propio de hombres curtidos. Desde entonces la llamaban para arreglar las bombas obturadas de los pozos, especialmente desde que el viejo pocero murió. Podía rechazar tales encargos, pero le gustaba ver su luna particular, allá en lo alto, con la mancha difusa de su madre preocupada por ella. Y uno de los pozos que necesitaron la técnica de Aurora fue, inevitablemente, el de una finca de Tomasín, el asesino de su padre.
Cuando recibió el encargo, su madre la miró con angustia.
-Iré, madre. No se preocupe. Ver a ese malnacido agradecerme algo será para mí uno de los momentos más felices de mi vida.
Esta vez fue sin su madre, que se negó a ver al causante de su amargura. La luna del interior del pozo le pareció más grande que nunca. Cuando salió sucia y empapada, se escondió tras unos arbustos para secarse y cambiarse la ropa. Sabía que Tomasín la miraba a través de la pobre vegetación, como sabía también que su velado desnudo estaba encendiendo el deseo de aquel garañón, que ya había sembrado de bastardos media comarca y mandado a varias chicas a los burdeles de la capital.
Se vio con una fuerza descomunal y creyó que procedía de aquella luna que acababa de dejar en las sucias aguas del pozo. No era un hombre, como había deseado siempre su madre, pero iba a cumplir sobradamente el destino que la vida y el desamor le habían preparado.
Tomasín se ofreció a devolverla a su casa a la grupa de su vistoso caballo. Aceptó y apretó su cuerpo a la espalda de aquel canalla, que le dedicaba procaces requiebros que solo le producían asco. Ella callaba. Después llegaron pequeños obsequios y notas, a los que jamás prestó sino el interés justo para ir perfilando su plan. Y una tarde en que una luna llena, rojiza de sangre, asomaba inmensa por aquellos cerros, él la estaba esperando bajo unos abedules que jalonaban el último recodo del camino de su casa. Era, sin duda, el único punto de aquel paisaje en que una breve vaguada, un mínimo desnivel, ocultaba lo que allí pudiera suceder de las miradas de toda la llanura y de todos los cerros. Aurora lo había previsto y había tomado sus medidas.
Al verlo a la grupa del caballo, con aquel gesto provocador, se estremeció.
-Tomasín, ¿qué hará usted por aquí? Seguro que nada bueno.
-Pues te estaba esperando, mira tú. Y bien merece la pena un rato de espera por ver a la muchacha más guapa de esta tierra.
-Viene usted muy trastornado, me parece a mí, ¿no?
-Eres tú, quien me trastorna. Es que no se me olvida el paseo a caballo, contigo apretada contra mí…
-Déjeme en paz, por favor. Yo hice un trabajo, usted me pagó y lo de traerme a mi casa pensé que era un detalle, pero usted…
-Pues bien que te pegabas, zorra –la interrumpió iracundo.
Aurora echó a correr hacia la franja de abedules, al tiempo que Tomasín hizo caracolear a su montura tras la chica. Cuando ella gritó, él le dio un fustazo que le atravesó el rostro. Tomasín echó pie a tierra, seguro de lo que hacía. Tras un breve forcejeo, Aurora cayó al suelo en el lugar previsto y él se echó encima de aquel cuerpo joven. Por encima de la cabeza del violador, Aurora veía la luna llena y sonreía, sabedora del inmediato desenlace. Inexplicablemente, el campo se había oscurecido en segundos o eso le pareció a ella, que solo veía los fulgores de aquella luna cómplice. En el momento en que Tomasín le rasgaba el vestido y se perdía entre sus pechos, extendió hacia atrás un brazo que regresó con una hoz, escondida entre la hojarasca varias semanas antes. Gritó sabiendo que en los cortijos, a aquellas horas, estaría todo el mundo tomando el fresco a la puerta de las humildes viviendas y que alguien la oiría. El olor a sangre se superpuso a su voz, a la mirada perpleja de Tomasín, que se moría a escasos centímetros de sus ojos, bajo una extraña luna, sin conseguir explicarse aquella situación. Un momento después surgieron de la noche varios hombres que habían oído sus gritos. A lo lejos, vio también la figura negra de su madre. Finalmente llegó la pareja de la Guardia Civil.
Trasladada a la capital, el juez de instrucción la dejó en libertad a los dos días. Llegó a su casa bien avanzada la noche. Al traspasar el umbral, la madre la acogió en un abrazo intenso, reparador, cálido. Por la puerta entraba la claridad que la luna, aún casi llena, esparcía benefactora por aquellos cerros y sembrados, el mismo resplandor que anegaba las almas de aquellas dos mujeres abrazadas.
Alberto Granados