Inminente golpe de estado en Francia
Está previsto para el 22 de septiembre, fecha en la que el gobierno francés mediante decreto (ordenanza se dice por aquellos lares) aprobará una reforma laboral extrema que dará un vuelco casi revolucionario a la legislación laboral vigente en suelo galo.
Desde su entrada en vigor afectará muy especialmente a 6 millones de trabajadores residentes en Francia, sobre todo a los que prestan sus servicios laborales en pequeñas y medianas empresas.
Era la promesa electoral más destacada del presidente Macron y su formación En Marcha. De manera expresa solo se han declarado en contra el sindicato mayoritario CGT y la izquierdista Francia Insumisa liderada por Mélenchon. Ambas entidades ya han fijado sendas manifestaciones de protesta en la calle para antes y después del 22S.
De modo telegráfico puede señalarse que la reforma abarata el despido, quita poder a la representación sindical y otorga mayor capacidad de maniobra a la parte empresarial para imponer sus intereses a través de negociaciones descafeinadas o simplemente haciendo uso del ordeno y mando. Asimismo resta a la instancia judicial posibilidad de interpretar más libremente los contenciosos sociales, fijando indemnizaciones reglamentadas de difícil escapatoria en las futuras sentencias de ámbito laboral.
Para solventar un conflicto social ahora existe un plazo para recurrir judicialmente de 24 meses, que será reducido en el nuevo texto legal a un año. En las pyme, los empresarios podrán eludir a los sindicatos negociando marcos propios locales o de empresa con el trabajador o grupo afín que ellos consideren oportuno, saltándose convenios sectoriales, regionales o de alcance nacional si la mayoría de la plantilla así lo avala en referéndum. Pueden negociar ad lib, incluso con empleados no elegidos por sus compañeros.
En las empresas de menos de 11 trabajadores, la indemnización máxima será de dos meses y medio de salario a partir de 9 años de antigüedad efectiva. Como norma general, con menos de 10 años trabajados la indemnización por despido improcedente será de un mes por anualidad. Entre 10 y 30 años de servicio en una empresa supondrá una indemnización, también por improcedencia del cese dictado por el empresario, de mes y medio de sueldo por año, con un tope de 20 meses.
Igualmente notable es que los delegados de personal y los comités de higiene y seguridad laboral desaparecen, asumiendo sus funciones la figura del Comité de Empresa, que ahora será conocido por la denominación de Comité Social y Económico. Las palabras tiene su importancia, con el nuevo tecnicismo se pretende vaciar de contenido simbólico a los comités tradicionales que recuerdan a las grandes luchas obreras de los siglos XIX y XX. El poder de designar conceptos es otra esfera más del poder en general.
Por otra parte, a las multinacionales se les reserva un premio muy goloso: para acometer despidos colectivos (ERE) ya no tendrán que argumentar pérdidas o situaciones económicas graves de la firma en cuestión en todos los países donde opere mercantilmente; ahora podrá acometer reestructuraciones y reducciones masivas de trabajadores con solo argüir dificultades en territorio francés. Despedir a mansalva será más fácil y cómodo.
La razón mediática que aduce el ejecutivo de Macron para acometer esta regresiva reforma laboral es que los trabajadores con contrato estable o indefinido son unos privilegiados, lo que muestra una injusticia comparativa con el resto de empleados en precario o parados a la búsqueda de cualquier migaja en forma de salario. Esto es, lo mejor para imponer una igualdad entre unos y otros es precarizar a todos, logrando un nivel similar recortando derechos sociales, indemnizaciones económicas y dando rienda suelta y sin tapujos al despido libre. Nada nuevo en el neoliberalismo de las últimas décadas. En vez de aspirar a optimizar las condiciones laborales de todos, se opta por la vía de igualar en la miseria. Así se amplia el margen de beneficio patronal y el trabajador se verá obligado a venderse o valorarse a la baja en dura competencia con otra legión de aspirantes al mismo puesto ofertado.
A pesar de lo expuesto, la patronal francesa, Medef, quiere más: despido más barato, indemnizaciones más bajas, menor poder sindical y mayor capacidad para imponer sus criterios a su antojo con menor tutela judicial para el trabajador. En resumen, más para el empresario, menos para el currante.
Con casi un 10 por ciento de desempleo registrado, Francia es la sexta economía mundial. Su deriva neoliberal a golpe de decreto tendrá mucho eco a escala internacional, tanto por los efectos en su mercado laberal como por la respuesta colectiva de la clase trabajadora.
Lo que haga el recién llegado al palacio del Elíseo, el flamante presidente Macron, supera el limite de las fronteras francesas. La propaganda que rodea a Macron no se corta un pelo en llamar revolución a la involución urdida en materia social. En un mundo con el alma izquierdista descarriada o despedazada en mil sutilezas semánticas o ideológicas, ya desde los tiempos de Reagan y Thatcher, la derecha más rancia y soez se escondió bajo la bandera de la revolución conservadora. Todo un oxímoron de libro que ha embaucado a millones de personas en las décadas precedentes.
Reagan y Thatcher representan la primera ola de conservadores revolucionarios, mientras Macron es el adalid de la marea actual, más posmoderna, más tecnocrática y, en apariencia, menos dogmática o ideológica de las elites globales. Dicho de otra manera, un banquero socialista (otro oxímoron de cajón), arribista en la socialdemocracia francesa que buscó acomodo al lado de Hollande hasta que saltó de la nave socialista cuando esta naufragaba, presentándose muy oportunamente como una alternativa nini, ni de derechas ni de izquierdas, para salvar los muebles del establishment de Francia (y de Alemania de paso).
Claro que Macron por si mismo no es nadie. Detrás de él hay una apuesta sólida y artificial tejida en las bambalinas oscuras del poder financiero. De modo directo o indirecto se le vincula, a través de su amistad con dirigentes de alto rango, con el sionismo israelí, la mítica banca Rothschild (dinastía europea judeoalemana), Morgan Stanley (banco de inversiones de EE.UU.), BNP Paribas (pujante banco francés), la patronal gala antes mencioana Medef, el influyente rotativo Le Monde, la firma de lujo Louis Vuitton, Canal + (cadena de televisión), Vivendi (mayor holding europeo de medios de comunicación e industria del entretenimiento), Meetic (sí, la página web de citas)… Las relaciones aludidas son de postín y publicadas en distintos medios, sobre todo franceses.
Nadie se hace presidente de Francia de la noche a la mañana sin respaldo de las finanzas internacionales. Ha trascendido que en la reciente campaña de las presidenciales galas, la candidatura de Macron se fue consolidando con fiestas privadas selectas en París, Nueva York, Londres y Bruselas, en la capital belga y europea invitando a acaudalados compatriotas franceses que han huido legalmente de Francia para eludir sus obligaciones fiscales.
En esas reuniones de la crema globalizada se estima que ha podido recaudar mediante donaciones privadas unos 8 millones de euros. El resto, al parecer, hasta 21 millones, presupuesto máximo estipulado por ley para ser candidato al Elíseo, lo obtuvo en préstamos bancarios. No obstante, las dudas razonables acerca de la financiación de Macron permiten conjeturas de todo tipo.
Macron, en definitiva, es la voz de amos extremadamente poderosos. Tiene una hoja de ruta marcada: romper la espina dorsal de los derechos laborales históricos conquistados tras la Segunda Guerra Mundial y dejar en cueros vivos al trabajador. Puro neoliberalismo versión 2.0. La primera andanada corresponde a Reagan y Thatcher: vender lo público a precio de saldo a la empresa privada.
El golpe de Estado social en Francia traerá cola. ¿Se doblegarán los trabajadores galos a las imposiciones de Berlín y el FMI? De su capacidad de lucha y respuesta coherente y coordinada dependerá bastante el devenir en toda la Unión Europea. Las espadas, por el momento, están en el aire.
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