El 11 de Septiembre de 2014 incluí en este blog una entrada, La diada más triste, en la que me ocupaba del proceso independentista catalán. Allí decía que estaba harto de que dicho tema ocupara las cabeceras de los telediarios y que me apenaba el deseo de una parte de la población catalana de desgajarse de España.
Tuve un par de descalificaciones de amigos residentes en Cataluña, pero también tuve la esperanza de que el sentido común se impusiera y las aguas turbulentas del independentismo volvieran a su cauce (o al cauce que yo deseaba). No ha sido así, lamentablemente, y el proceso ha alcanzado unos niveles de confrontación que me hacen temer lo peor.

        Para empezar, nunca he creído en nacionalismos incrustados en la época nuestra, la de la aldea global. Me parecen un anacronismo que, invariablemente lleva aparejados dos elementos: la invención de un enemigo explotador (España, en este caso) y la aparición de una nueva clase dirigente, obviamente nacionalista, que se hace con el poder, con el nuevo poder de la causa hasta alcanzar la sublimidad heroica de la nueva nación. Si hay además algún mártir en el camino, alguien que entre heroicamente en el nuevo santoral nacionalista, mejor que mejor: la nueva nación entrará en la Historia con verdadero certificado de garantía. Y después, a seguir más o menos igual, pues la independencia no resuelve por sí misma los problemas económicos, sociales, culturales… de la gente. Creo que más bien los empeoraría.

       Repito que esperaba un regreso a la cordura, pero ni las instituciones catalanas ni el gobierno de Madrid han sabido encontrar un consenso y se acerca ese choque de trenes, tan cacareado por la prensa, que para mí solo es un choque de despropósitos.

El Sr. Rufián y su bufonada de la impresora (Imagen de El Periódico)

       En efecto, los presidentes Artur Mas primero, y después Puigdemont, se han ocupado con verdadero ahínco de amplificar la teórica ofensa de España y su gobierno. Tras las últimas elecciones, al necesitar el apoyo de la CUP para formar gobierno autonómico, la nueva Generalitat ha puesto un vertiginoso énfasis en exigir un referéndum ilegal y cuando los poderes estatales se han opuesto, han ampliado el victimismo que ellos mismos han provocado al saltarse la ley y con ello han llegado a un clima de división social pocas veces visto en la Historia. Este despropósito está trufado de anécdotas que, de no tratarse de algo tan serio, provocarían benévolas sonrisas. De esta forma, con una prepotencia llena de desfachatez, han hecho saltar por los aires una normalidad democrática que tanto nos costó conseguir a la muerte del dictador. A veces, las cosas que hacen y dicen parecen malos guiones de cine cómico (la impresora de Rufián en el Congreso, la retirada de las banderas españolas del Parlamento catalán, la llamada a la desobediencia civil, la propuesta de rodear a los alcaldes que no desean apoyar el referéndum, la repugnante utilización de la manifestación de duelo por el atentado de las Ramblas…). Se han saltado todas las barreras al desoír las múltiples advertencias de legalidad con la absurda pretensión de que la única legalidad que aceptan es la suya, esa que precisamente incumple unas cuantas leyes.

Puigdemont y Anna Gabriel (imagen de La República de ideas)

       Por su parte, la estrategia de Rajoy y su gobierno ha sido la de siempre: esperar que un problema se resuelva solo. Pero esta vez les ha salido (al PP y de paso, al resto de los españoles) el tiro por la culata, pues el asunto ha adquirido unas dimensiones difícilmente resolubles. Han sido años en que el Presidente del Gobierno no ha movido un solo músculo para atajar el incendio que se avecinaba. Recordemos que en su línea de torpeza absoluta, nombró un Ministro de Interior que se dedicó a espiar a los independentistas desde las propias instituciones del Estado. Rajoy tampoco ha estado ágil con el desmontaje de los aforamientos, que ahora le permitiría meter en cintura a media cúpula catalanista. Ni el PP ni su socio Ciudadanos se han apresurado. La razón es obvia: sería una situación que permitiría llevar ante los tribunales a una vergonzante cantidad de políticos populares de varias comunidades autónomas. De nuevo, el Sr. Rajoy ha soslayado la negociación y el diálogo, como si los catalanes, incluidos los independentistas, no se merecieran alguna muestra de reconocimiento a sus desvelos políticos, por disparatados que nos puedan parecer.

       Y con ambos despropósitos minando el estado se ha llegado a una división que no recuerdo haber vivido desde los tiempos de la transición. Pobres esos catalanes que no sienten ese odio visceral contra España. ¿Qué futuro les espera? ¿Extranjeros en su propia tierra? ¿Señalados en carteles como traidores a la causa?

Esteladas en la manifestación antiterrorista (Imagen de El Imparcial)

       Rajoy debería haber convocado a los presidentes Mas y Puigdemont hace años. Tal vez debería haber negociado un referéndum hace cuatro años, cuando surgió la virulencia del problema. Me refiero a un referéndum constitucional: convocado con todas las garantías por el gobierno de Madrid y llamando a votar a toda España. Habría dado la dimensión exacta del independentismo con solo extrapolar los datos obtenidos en Cataluña, que crecen exponencialmente a favor de la causa independentista. Pero Rajoy no supo o le pareció más cómodo desentenderse de ese sustrato que siempre ha existido en Cataluña por la independencia, por entonces limitado y ahora demasiado crecido (una encuesta de hoy en El Diario habla de un 60% a favor de la independencia).

       Los catalanes, cada vez más proclives a la independencia, están en riesgo múltiple. Rajoy parece que no sabe sino hacer el uso de la fuerza y de los jueces. Pero si hay represión, como reclama el sector más ultraconservador, si hay una intervención del ejército o se recurre a la supresión de los derechos autonómicos, en diez años toda Cataluña se sentirá víctima del enemigo español, deseará salirse de España y se saldrá por las bravas. Eso sí Rajoy, pese a su enorme cuota de culpa en este proceso, seguirá sin dimitir. El futuro no nos va a ofrecer demasiada tranquilidad.

Alberto Granados

 

 

 

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