¿Cuántas veces hemos pensado que los americanos están locos cada vez que alguien se atrinchera armado y provoca una matanza? Y es que señalar conductas anómalas es muy fácil. Lo difícil es analizar su origen y modificarlas, que tendría que ser una de las tareas prioritarias de los gobiernos de esos países enfermos.

        Pero hay que ser cauteloso en el uso de los diagnósticos sociales, pues nosotros también vivimos en un país que da muestras, tan inequívocas como alarmantes, de padecer una gravísima patología social. Hay que admitirlo: nuestra sociedad adolece de una serie de disfunciones que me hacen pensar en un futuro bastante negro. No es normal que un partido cuya corrupción es cada vez más patente, extendida por varias comunidades autónomas y que alcanza a media cúpula siga en el poder, sin una dimisión, sin una disculpa, sin una explicación veraz. Ni que la justicia caiga en manos de los partidos, que imponen sus cuotas de poder en los órganos que debieran ser más neutrales e independientes. Como tampoco es normal que se haya permitido a la sociedad catalana provocar la intoxicación independentista, que tan grave fractura social ha producido, junto a una inseguridad financiera que nos pone de nuevo en el punto de mira de las consultoras que mandan en el mercado bancario.

       Tampoco me parece normal que la iglesia católica inmatricule con tantas facilidades aquellos bienes patrimoniales que deberían pertenecer al Estado, sin que nadie haya hecho lo más mínimo por salvaguardarlos o recuperarlos. Ni que la educación vaya por los derroteros lastimosos por los que se mueve (falta de autoridad de profesores, poder absoluto de padres y madres, grupos de WhatsApp para controlar la labor de los docentes, nivel mínimo de exigencia a los niños…).

        Un país en el que una región se declara independiente para, diez segundos después, dejar en suspenso esa independencia, es un país que ha perdido el norte. Dicha independencia, según sus voceros, responde a una mayoría popular, dato este que, por mucho que se empeñen, no puede recibirse sin carcajadas. ¿Mayoría popular es la que viene de un referéndum ilegal y realizado sin la menor garantía? ¿Así de serias son la jerarquía independentista catalana, su gente, su cultura? Yo esperaba más coherencia desde luego.

        Un país que acepta como una fruslería que cada año mueran a manos de sus parejas o ex-parejas más de cincuenta mujeres no está sano. Tampoco es sano una sociedad en que abundan los casos de acoso escolar, las palizas entre adolescentes sin más objetivo que la difusa fama que otorgan las redes sociales.

        Pero si todas estas situaciones no son enfermizas, en esta última semana han aparecido dos noticias que ya me dejan noqueado. La primera es el resultado de una encuesta en que se analiza la percepción de adolescentes y jóvenes sobre la violencia de género. Parece que la situación se ve normal, que ha pasado toda la vida y no tiene por qué cambiar, que lo que pasa es que el tema se ha “politizado”, etc. Que nuestros jóvenes de hasta 29 años mantengan estos argumentos sin el menor asomo de sentido crítico me parece una aberración social gravísima, algo tan terrible que no me deja demasiado espacio para la esperanza.

        La segunda noticia de la semana, mucho más grave, es que un abogado de los que defienden a los violadores de los sanfermines, ha ordenado un seguimiento de la víctima en las redes. Pretende con ello dejar claro que la víctima no lo es tanto, porque la información recogida podría indicar una cierta promiscuidad de la joven. O dicho de otra forma: minimizar las graves acusaciones contra “La Manada” en razón de una conducta pretendidamente licenciosa por parte de la chica.

        El juez ha admitido dicho engendro como prueba válida, lo que indica el lamentable estado de eso que llamamos justicia, aunque no lo sea. Frente a las realidades objetivas, la víctima pasa a ser parcialmente la acusada, se le hace revivir una situación de violencia, se la cuestiona socialmente y se la echa a los leones mediáticos. ¡Justicia pura! Me pregunto qué peso específico tendrá la conciencia propia del juez sobre la sentencia y no consigo catalogar la catadura moral del abogado que ha planteado algo tan sucio y repugnante como es esa estrategia que no prueba nada en ningún caso.

        Durante los años setenta la mujer alcanzó en España su libertad sexual, algo que era una realidad en todos los países occidentales y que solo el nacionalcatolicismo había frenado en nuestro país. A partir de ahí, cada mujer hace de su capa un sayo y, en todo caso, tiene derecho a decir no cuando realmente no le apetezca, ya sea al inicio, o en el momento álgido del cortejo. Esto, tan simple, parece ser francamente arduo para las entendederas de los hombres. No significa sencillamente no. Cualquier consideración que violente esa realidad se cae por su base. Tal vez una mujer empiece las maniobras de ese coqueteo erótico, tal vez llegue casi al límite, tal vez… Pero si finalmente decide que no, por el motivo que sea, el varón no puede, en ningún caso, considerar ningún derecho sexual adquirido. Pasar de ahí es violentar un derecho de la mujer.

          No cabe duda de que una situación así tiene un enorme sentido de frustración del hombre, en pleno calentón, pero es lo que hay. No es no y no puede usarse como eximente penal el que la mujer haya llegado hasta el límite del sí. Esto debiera metérselo en la cabeza el abogado que ha estado rastreando la vida íntima de la víctima, que ya tiene bastante con superar la situación de humillación, como para encima tener que justificar su libertad sexual.

        ¿Qué hay en la mente de los cinco descerebrados de La Manada? ¿Piensan en lo que han hecho y se arrepienten realmente o solo esperan el truco procesal que los deje libres a cambio de machacar más aún a la víctima? ¿Resulta tan divertido colgar su hazaña en las redes? ¿Por qué? ¿Es una conducta normal o patológica? Lamentablemente, España es un país tan gracioso, tan necesitado de reconocimiento en lo chisposo, que se está dispuesto a cualquier cosa con tal de que te celebren una gracia en las redes o en la taberna. Lástima que no luchemos con la misma energía por la eficacia, la competitividad, la cultura, la excelencia, la educación o los derechos sociales.

        Definitivamente, estamos enfermos. La cota de libertad, para mí incuestionable, alcanzada durante la transición no se corresponde mínimamente con la cota de responsabilidad necesaria para ejercer esa merecida libertad y nos creemos que nuestros actos, por ser libres, no tienen consecuencias, tal es la pérdida de valores a que hemos llegado. Valores, por cierto, que deberían proceder de la educación familiar, machaconamente repetidos hasta formar parte de la conciencia del niño. Digo esto porque alguien le echará la culpa (¡una culpa más!) a la escuela, que curiosamente es la única institución que enseña esos valores, escasamente refrendados luego en las familias.

         Por cierto, hubo un área educativa, la Educación para la Ciudadanía, que tenía la misión de reinstaurar en la escuela los valores perdidos. El PP la consideró doctrinaria (¡los herederos de la Formación del Espíritu Nacional franquista consideran doctrinaria una asignatura porque menciona la cuestión de género!) y laminó la asignatura tan pronto como llegó al poder y José Ignacio Wert ocupó la cartera de Educación. De aquellos polvos, estos lodos. Y suma y sigue…

        Me aferro a una escasa esperanza: la de ver a los miembros de la Manada en una cárcel durante muchos años y a la víctima restituida de todo el daño que se le ha hecho y se le sigue haciendo… Lo demás son achaques de un país éticamente moribundo.

Alberto Granados

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